Se llama Miguel Swistun y es uno de mis grandes amigos en Argentina. “Más gente así necesita el mundo”, dijo mientras hojeaba mis libros cuando llegó a casa. Venía del Sur, de San Rafael, de la provincia de Mendoza en Argentina, y jamás había visitado Estados Unidos. Pero quería ‘macanear’ aquí, como tantos obreros del sur de América, después de un fallido intento laboral en España, donde lo requisaron en el aeropuerto de Barajas, cuando le preguntaron qué traía en una bolsa colorada, y él solo respondió “yerba”, el nombre que dan los gauchos al mate. Aprendió que no se habla de “yerba” sino de “infusión”, lo cual le ha evitado más de un problema.

Con su apellido polaco, me dijo de entrada que en el tango la verdad se llama ‘Goyeneche’, y no hay mujeres más lindas que las argentinas; “tenés que ir a la Argentina para que veás lo que es belleza. Son delgadas, compadronas, y no se ponen cualquier cosa para salir a la calle. Les gusta combinar los colores, el zapato con la cartera. Y si las ves caminar, ahí caés redondo. Cómo caminan las argentinas…”

Todo el tiempo que vivió en casa, dijo que estaba cansado de buscar una mujer bonita en Estados Unidos. “No sé qué comen, pero cuando voy al trabajo cada mañana, tengo el pasatiempo de ir contando gordas. Ayer conté 34; si uno se enamora aquí tiene que contratar un avión Hércules para llevarse una novia a otro país”.

A las cinco de la mañana encendía el radio para escuchar ‘La Mega’, la emisora latina, y ya a las seis estaba mateando “bajo el ombú”, como el Martín Fierro. Puso sobre la nevera una enorme bolsa de yerba ‘Rosa del Monte’, la misma que iba consumiendo despacito, abstraído en gauchos pensamientos. Le mostré una calabaza de esas que usan en Cali para el manjar blanco, y me dijo que esta podía ser perfecta para matear si antes la curaba con un poco de azúcar y carbones calientes. “Luego la forrás con el cuero de los testículos del toro y eso te queda macanudo…”

Miraba al jardín como si buscara piezas de caza, acostumbrado a lanzar macanas y boleadoras. De sus cacerías de jabalí y conejos, había desarrollado olfato felino. Una mañana, como a las siete, un ciervo joven vino a comer fresas en mi jardín. El gaucho lo dejó probar y luego salió para mirarle la pisada, la uña hendida en tierra. “Este regresa”, me dijo, y “cuando vuelva sólo quedará el cuero…” Le expliqué que matar un venado por fuera de un coto autorizado, es ilegal en Estados Unidos, y me dijo que nadie se daría cuenta, pues en segundos lo sangraría, le quitaría la piel y tendríamos carne de venado para el resto del año. Ahumada, además, porque el gaucho sabe ahumar.

Afortunadamente el bambi no regresó, pues le había medido el tranco, para lanzarle, escondido tras un árbol, un bate de béisbol.

A palos corrió a una comadreja que osó entrar en casa, más le perdonó la vida porque notó que “estaba enferma”.

Hay dos cosas que uno debe hacer para mantenerse sano, decía: “Prender candela para oler el aroma de la leña, y pisar la tierra con los pies descalzos…” De una demolición trajo a casa un angel de bronce. Aquel angelote cuidó mi casa hasta que el gaucho se fue, por aquello de que la patria y lo que sabemos, tira más que una yunta de bueyes. Quería volver a mirar los cielos negros del sur, donde “las estrellas brillan como lámparas y hasta los niños reconocen la Cruz del Sur, El Cabrito, El Puñal”, constelaciones que no había podido ver en el cielo de Connecticut.

Me llamó ayer. “Estoy mateando en familia”, me dijo. Dejó en el ático su navaja de caza, lo mejor que se le puede dejar a un buen amigo, y no creerá que esta amistad es sincera hasta que cruce el marco de su puerta en San Rafael, Mendoza, donde las estrellas brillan más.