Dice la Real Academia Española, RAE, que la eutanasia es el hecho de acelerar o provocar la muerte de un enfermo incurable para evitarle sufrimiento; ya aplicando medios adecuados, ya renunciando a aplicar los que prolongarían su vida. La palabra deriva de los vocablos griegos ‘eu’, que significa bueno, y ‘thanatos’, que alude a la muerte, es decir, la eutanasia traduce buena muerte.

Esta semana, una nueva eutanasia fue noticia en Colombia; su protagonista, Javier Acosta, de 36 años, reconocido barrista de Millonarios, quien desde hace nueve años se encontraba en silla de ruedas, tras un accidente de tránsito, y quien hace cinco contrajo una bacteria, que al llegar a los huesos se transformó en cáncer de sangre. Los dolores eran insoportables y con ellos su condición se agravó y lo llevó a decidir la aplicación de la muerte asistida, que en el país es legal, en casos como el suyo, desde hace una década.

No es fácil ver a una persona decidir su propia muerte. Siguen existiendo complejos debates éticos en torno a la muerte asistida. Y cuando se hace público un caso como el de Javier, volcamos los ojos a su relato; los oídos, a su voz, la voz de esa persona que, en días, horas, va a morir, en un preciso momento y lugar. Es imposible no pensar en ello, hace parte de ese banco de nuestra memoria, que sabe que algún día todo llegará al final.

¿Cuántas veces la muerte aparece en tu mente, o la de un ser que amas?, ¿Has imaginado cómo vas a morir o cómo preferirías que fuera?, ¿te has sentido alguna vez muerta o muerto en vida? O quizás, más complejo aún, ¿has pensado en esas cosas que deberías aniquilar de tu vida?, ¿resignas la vida, a seguir inmerso en una actitud, un sentimiento, que te mata lentamente?, ¿prolongas estados de dolor, aun sabiendo que te autodestruyes?

En ocasiones, vamos por la vida sumando cargas tan pesadas que se convierten en un abismo de sufrimiento. Personas nocivas, dañinas; espacios que destruyen, recuerdos que son estacas, ideas que paralizan y llenan de miedo, llantos repetidos, muertes diarias que terminan envenenando el alma.

Quizás momentos como este, casos como este, nos ayudan a revaluar el sentido de lo que somos, lo que valemos, a lo que vinimos a este mundo. Y es ahí donde debería aparecer esa capacidad de entenderlo, para desechar lo que aniquila. Recoger las piezas de tu propia humanidad, juntarlas de nuevo, coserlas con firmeza y volver a empezar. Porque si hay algo que la eutanasia nos repite es justo ese derecho a morir dignamente. Y lo que también deberíamos reconocer, es el derecho a vivir plenamente, a alejar lo que mata, lo que quema por dentro.

Regodearse en el dolor, resignarse y a veces hasta justificarse, es un acto mezquino consigo mismo, para andar por ahí repitiendo la historia; tal vez buscando compasión, cuando deberíamos usar toda esa energía en tomar impulso para salir de ahí, coger la vida por los cuernos, resurgir. Cuántas veces nos hemos levantado de las adversidades y hemos sentido el poder que arrinconamos, pero que nunca se fue, porque siempre está ahí, listo a que le permitamos sentir toda su fuerza.

La eutanasia sería entonces el arma letal que usamos para ponerle fin al dolor. El duelo es indispensable, siempre y cuando no sea eterno. Afirmarnos en lo que somos, en las cosas maravillosas que logramos en el camino; en esos seres auténticos que la vida nos regaló; en el sentir las gotas de la lluvia en el rostro; en la alegría de la verdadera amistad; en el amor honesto y firme en la dificultad; en la magia permanente, más que en la de fuegos artificiales que luego desaparece. Que lo malo se vaya, y con él, esos infiernos que muy adentro sabemos deben morir. @pagope