Vivimos como si todo durara para siempre, pero la realidad es que todo, absolutamente todo, tiene una fecha de vencimiento, incluso nuestras propias vidas.
En medio de la sociedad de consumo en la que vivimos, hemos adoptado la idea de que la acumulación de bienes y logros es lo que definirá nuestra trascendencia. Trabajamos largas horas para tener más, para construir más, con la creencia de que esto nos garantizará una vida mejor o un legado duradero.
Nuestras posesiones más preciadas, los logros que tanto nos costaron alcanzar, incluso nuestras relaciones más profundas, algún día llegarán a su fin. Y, sin embargo, la mayoría de nosotros seguimos navegando por la vida ignorando este hecho fundamental, como si el tiempo fuera una reserva infinita.
¿Cuántos de nosotros conocemos detalles de la vida de los padres de nuestros abuelos? Si ni siquiera conocemos esas respuestas tan cercanas, ¿cómo esperamos que nuestros descendientes mantengan vivos nuestros recuerdos? Así de frágil es nuestra huella en el mundo. Lo que hoy es nuevo y valioso, mañana se desmoronará y pertenecerá a otros y nuestros esfuerzos quedarán reducidos a nada.
Nos han enseñado que ‘tenerlo todo’ es el ideal de vida. Tener más dinero, más reconocimiento, más posesiones parece ser la clave para una vida plena. Sin embargo, esta búsqueda constante de acumular más no solo nos aleja de lo que verdaderamente importa, sino que también nos esclaviza a un ciclo sin fin de insatisfacción.
En este afán por conseguir más, sacrificamos el tiempo que podríamos dedicar a las cosas que realmente tienen valor: nuestras relaciones, nuestros momentos de tranquilidad y el simple disfrute de estar presentes en la vida. Nos obsesionamos con obtener el próximo logro o con comprar el próximo objeto sin detenernos a pensar si realmente lo necesitamos o si nos hace más felices.
Es importante reconocer la transitoriedad de todo lo que poseemos. No porque lo material carezca de valor, sino porque, en la escala de lo verdaderamente importante, su impacto es mucho menor de lo que pensamos. Nuestra vida no se mide por las cosas que tenemos, sino por los momentos que vivimos y las conexiones que creamos.
Así como nosotros olvidamos, también seremos olvidados. Por más esfuerzos que hagamos por dejar una huella, el mundo seguirá girando, y tarde o temprano, nuestras memorias se desvanecerán como si nunca hubiéramos existido. Este no es un pensamiento triste, sino una realidad que debería hacernos reflexionar sobre qué es lo que realmente vale la pena en nuestra corta estancia en este mundo.
Dejemos de lado la ilusión de ‘tenerlo todo’. No se trata de rechazar el éxito o los bienes materiales, sino de ponerlos en perspectiva y darles el lugar adecuado frente a lo que verdaderamente importa, las conexiones humanas, los momentos de felicidad y la paz interior.
Es momento de cambiar nuestra visión del éxito, porque al final, cuando nuestras casas sean ocupadas por extraños y nuestros nombres olvidados, lo único que verdaderamente habrá perdurado serán los actos de amor, bondad y humanidad que ofrecimos a los demás.