Las máscaras nos acompañan desde la antigüedad, son piezas que ocultan parcial o totalmente el rostro. Su uso estaba asociado a las ceremonias, posteriormente se han utilizado como elemento ornamental y por varios siglos han sido protagonistas de muchos encuentros sociales.
En el fondo, las máscaras cubren la verdadera identidad de quien las porta. Hay teóricos que aseguran que son una representación de los miedos y aspiraciones de la sociedad.
Otros afirman que son un elemento distractor para ocultar las verdaderas intenciones o intereses del portador. También existen quienes sostienen que son la imagen que nosotros le ponemos al otro, como cuando alguien dice que Fulanito es tal o cual cosa, solo por donde vive o por el partido político donde milita.
Las máscaras nos las ponemos o nos las ponen otros en las diferentes actividades que desarrollamos en la sociedad. En las empresas pasa; hay quienes ocultan sus verdaderos intereses para jugar a la política corporativa y así crecer dentro de la misma. También sucede que se le pone una careta a un colaborador de la empresa y se termina estigmatizándolo por asuntos subjetivos, que lo encasillan.
Las familias no están exentas de que en algunos casos se usen o se pongan máscaras.
Escuchamos de vez en cuando historias de algún marido o de alguna esposa que aparentaban ser una cosa y resultaron ser la opuesta. Al igual la de un hermano o hermana que, una vez fallecen los padres, sacan las uñas por la herencia.
Pasa en la vida pública y política con mayor frecuencia, afirmarían muchos de los lectores.
Lo usual es no mostrar las cartas en el juego de póker para lograr los objetivos futuros. El arte del engaño para poder triunfar.
Creo que no vale la pena seguir esbozando ejemplos de cómo se usan las máscaras en nuestra sociedad. Parece que lo normal es que nuestro día a día transcurra en una eterna fiesta de disfraces.
Espero que no me malinterpreten: tener intereses legítimos no es solo válido, sino deseable para que podamos avanzar como sociedad. Lo que nos frena no es eso, sino el tratar de mantener nuestras cartas ocultas. Esto es lo que hace que la interrelación social no esté basada en la confianza, lo cual es muy grave. Lo cierto es que nos desgastamos procurando entender o leer el juego del otro, en vez de optimizar los esfuerzos en otras cosas más productivas; nos quedamos o nos toca quedarnos, para sobrevivir, en la elucubración permanente.
Soy consciente de que lo que plantearé puede sonar un poco utópico y tal vez ingenuo, pero deberíamos intentar abrir más el juego. Podemos, para iniciar, hacer el experimento en escenarios más seguros como la familia y entre amigos, y correr el riesgo de que los demás se enteren de lo que queremos y hacia dónde vamos. Que los demás vean cómo me quito algunas máscaras o cómo se las quito a un familiar al cual lo tengo ya calificado como ambicioso, para poner un ejemplo.
Si desde la familia y los amigos logramos aumentar el nivel de confianza en el otro, seguro podremos ir permeando otros escenarios donde tenemos mayores temores a poner las cartas sobre la mesa. Es posible que, como sociedad, sigamos por muchas generaciones más asistiendo a una fiesta de disfraces; solo intentemos, inicialmente, que con los más cercanos nos aparezcamos sin el antifaz.