Regresar. Una mezcla de alegría por volver a las raíces, al pueblo que quiere ser ciudad, pero las motos y la anarquía no permiten ver la tribu familiar y amistades perpetuas. Nostalgia de terminar un periplo mágico y saber que ese camino ya son huellas y nada más, aunque sigan vivas en el recuerdo.
Nueve horas sentada, cerca de las estrellas y lejos del suelo. Como decía la Tía Pepa: “Vivan las lombrices que son de la tierra”. Soy claustrofóbica y permanecer encerrada en un tubo en el aire a veces me supera.
No hay película, ni música, ni libro que me distraiga. Pongo el mapa para seguirle la pista al avión. Una manera sadomasoquista de viajar, ya lo sé, pero eso es lo que hay.
Como tengo un tobillo hinchado como pelota de tenis, me dedico a estar horizontal, hielo, sulfato de magnesio y Netflix.
Encuentro la serie El Residente. ¡Ufff! Impactada. Las vivencias de un joven médico residente lleno de ilusiones y metas altruistas por salvar vidas, va descubriendo ‘golpe a golpe’ cómo hospitales y clínicas de renombre olvidaron hace mucho tiempo el juramento de Hipócrates y con algunas excepciones (afortunadamente) se convirtieron en máquinas de hacer dinero, de facturar, facturar, facturar…
Descuidando pacientes que salen demasiado costosos o que no tienen cobertura médica.
La vida en sí vale poco y el resto no importa. El desapego emocional y la empatía hacia los pacientes es de dientes pa’ fuera y no importa rellenarlo de exámenes y tratamientos innecesarios si es negocio.
Una serie muy bien actuada y con guión impecable, cruda, descarnada, tierna y humana, reconoce la profesionalidad y honestidad de algunos galenos, y cuestiona la avaricia, envidia, celos y trampas de otros.
No es la clásica serie médica en que salen de la sala, de cirugía a ‘desfogarse’ sexualmente como ‘La anatomía de Gray’, ni la neurastenia de ‘Dr. House’.
Esta es una serie humana y radiografía preocupante y real de lo que sucede en los grandes centros de salud.
Aquí en Colombia también están sucediendo estas cosas, lo que pasa es que se esconde la caca del gato y nadie habla de eso. Afortunadamente, todavía tenemos profesionales intachables, en quienes podemos confiar plenamente, éticos, estudiosos, empáticos y honestos a rajatabla.
Y desafortunadamente también aquellos galenos soberbios, metalizados, envidiosos y muy cuestionables que tratan de prolongar tratamientos porque es negocio o descuidan sin escrúpulos a los más frágiles de bolsillo y edad.
No saben retirarse a tiempo, aunque ya les tiemblen las manos al agarrar el bisturí. O autodeclararse eméritos, en fin. De todo hay en la viña del Señor.
Yo tengo mis órganos repartidos. Confío en los profesionales que me cuidan con cariño.
Tengo actualizado mi derecho a tener una muerte digna, o sea que no me preocupo. Vivo mis veinticuatro horas al máximo. Con alegría y gratitud.