Me di a la tarea durante el pasado puente festivo de recorrer las goteras de Cali para ver cómo es que viven miles de familias que han dejado el tumulto, el sofoco, la polución y las angustias que se padecen en los barrios populares y que hacen que sea poco grato y esperanzador seguir así.
Recorrí Los Andes, El Faro, El Pato, Pichindé, La Leonera, Felidia, El Saladito, El Diamante, San Bernardo, Tocotá, El Carmen, La Elvira y ni para qué sigo con la lista.
Qué experiencia tan maravillosa. Y no hablaré de las casas de campo estrato diez y ocho que ostentan un derroche de lujo sibarita, algunas francamente lobas y otras descontextualizadas con el entorno. Eso dejémoslo para otra oportunidad.
Me referiré a las finquitas construidas en pequeñas parcelas en las que, si bien no cabe una vaca, resultan espaciosas y agradables.
La gran mayoría tienen fachadas bien presentadas y por lo que pude advertir, adentro generalmente hay profusión de matas, flores y hasta huertas caseras y uno siente que se respira un sano ambiente de tranquilidad.
Pedí permiso para conocer algunas y me lleve gratas sorpresas: Salas Luis XV, con tremendos televisores de no sé cuántas pulgadas, cuadros de La Última Cena, patios empedrados con tupidas veraneras que conviven con hornos de barro y jaulas para el loro de la familia.
En fin pequeños paraísos muy distintos a esas viviendas encerradas en las que cuando entra una llamada hay que salirse porque son cajas de sardinas asfixiantes y agobiantes.
Algunas tienen bellísimos pichirilos primorosamente conservados y eso sí, no faltan la moto o las motos en las que se transporta toda la familia.
Es lo que se llama una ‘vida de pueblo’, con una calidad de ídem envidiable y las ventajas de la ruralidad, como son las huertas caseras, los huevos de patio, unos vecinos solidarios, un mejor aire y ahora hasta internet.
¿No es esto acaso mejor que los infiernillos de concreto en que se sancochan familias enteras?
El espejismo de sobrevivir en la gran ciudad debe revaluarse. Aunque como dicen que para todo hay su marrano, no hay que olvidar que la vida en el campo es indiscutiblemente más económica, más saludable y mucho más sencilla, máxime ahora en que el trabajo en casa no obliga necesariamente a una permanente presencialidad fastidiosa y desgastante.
Por ello es que la salida de Cali hacia nuestras montañas se ve congestionada en algunas horas debido a la cantidad de personas que entran y salen del perímetro urbano en busca de una interesante opción para vivir mejor.
Lógico que en la mayoría de estos lugares hace falta más presencia del Estado en cuanto a vías y servicios públicos, pero con todo y eso, esta alternativa tiene cada vez más seguidores.
De ahí que sería interesante que algunos arquitectos-constructores pudieran ofrecer este tipo de finquitas, con la seguridad que tendrán unos compradores que querrán disfrutar del placer de esperar la luna llena, mirar las estrellas en el firmamento y llenar sus pulmones de salud y bienestar.