Los incendios forestales en Colombia han encendido una alarma nacional, recordándonos la urgencia de abordar el cambio climático y sus devastadoras consecuencias. Sin embargo, detrás de esta cortina de humo natural, acecha otra, más densa y política: la utilización de estos desastres como distracción de los escándalos de quienes administran y gobiernan.
La relevancia de los incendios en Colombia no se limita a la destrucción ambiental inmediata. Son un eco del creciente desafío global del cambio climático, una llamada de atención para actuar con prontitud y eficacia. La deforestación, muchas veces resultado de actividades humanas irresponsables, contribuye significativamente a estos incendios, exacerbando su intensidad y frecuencia. La salud de nuestros ecosistemas es crucial para contrarrestar este ciclo destructivo.
Sin embargo, mientras la atención pública se enfoca en la emergencia ambiental, los gobiernos, con astucia política, aprovechan para desviar la atención de sus propias crisis internas. Los escándalos de suspensiones, la pérdida de la sede de los juegos panamericanos, el gasto público en personal destinado a atender agendas privadas, la baja ejecución presupuestal, son encubiertos bajo el manto del humo forestal. Se evade así el escrutinio público. Esta táctica, lamentablemente común, subestima la inteligencia colectiva y socava la confianza en las instituciones gubernamentales. El cambio es solo de alerta o de tragedia que excusa la declaración de desastre natural y empezar así a mover el presupuesto que no fue preparado, aunque siempre se sabe con meses de anticipación que algo así pasa.
Es casi una constante que la gestión de estos desastres se vea empañada por la falta de transparencia en el uso de los recursos públicos. En nuestras mentes reposan frescos los recuerdos de Gramalote o Providencia. La contratación directa, usualmente con criterios amañados, es una práctica cuestionable que socava la eficiencia y la integridad de la respuesta estatal. El despilfarro de fondos destinados a la mitigación y prevención de desastres mina aún más la capacidad del gobierno para abordar estas crisis de manera efectiva. Y nos enteramos de lo que sucede, pero al final no pasa nada.
Más de 300 incendios, cerca de 20 mil hectáreas consumidas, unos 400 municipios en alerta máxima por atención. Cifras que ameritan y explican el pánico. Pero aunque el riesgo nunca duerme y llega sin pedir permiso, sus manifestaciones son seguidas tiempo antes con detalle y hasta cierto punto se prevé el tipo de afectación para actuar. Entonces, como lo importante es estar generando controversias y peinadas, pero no ejecuciones, llegan las tragedias y la infraestructura se desborda, así como el señalamiento de culpas entre unos y otros.
En conclusión, los incendios en Colombia son más que solo desastres ambientales; son símbolos de una crisis más amplia que abarca la corrupción, la falta de transparencia y la necesidad urgente de abordar el cambio climático. Nunca antes las palabras “incendiar el país” y “cortina de humo” fueron más reales. La una complementando la otra. En el mismo modo y en el sentido contrario.
Alguien cercano desde hace varios años a los sistemas de gestión del riesgo me comentaba -mientras el olor a quemado se sentía en el ambiente bogotano- casi que con pasmosa tristeza: “Afuera y acá hemos enfrentado incendios más grandes. Solo que ahora pareciera que, para las cabezas, es importante prolongar la emergencia y que sea excusa de alardeo que son capaces de enfrentar una”.
Oferta y demanda política.