Me atrevería a decir que nadie pone en duda que uno de los mayores logros sociales en la historia reciente de la humanidad es el de la protección de los derechos de los trabajadores. Pocos desconocen que el esfuerzo conjunto entre empleados y empleadores es lo que hace que a las empresas les vaya bien. La empresa, desde la unipersonal hasta las grandes multinacionales, es esa casa común donde cohabitan los dueños y los que trabajan en ella. Pocos, así mismo, pueden negar que las cosas hoy no son iguales; que las empresas de ahora no son las de hace 50 años y que las personas que laboran en ellas o que quieren obtener nuevas oportunidades de ingreso y de empleo, también son diferentes.

El tan mencionado cambio no es solo el eslogan de campaña y la ruta de acción del gobierno, es el devenir constante al que se enfrenta una sociedad. El cambio es el diario acontecer de las empresas y para sobrevivir deben adaptarse e innovar. Lo cierto es que el cambio en la manera como se hacen los negocios es más rápido que la legislación, eso nos enseñaban ya hace más de 30 años, en mis clases de derecho comercial. La legislación debería, acompasadamente, reglar para tratar de subsanar las tensiones que surgen en la evolución de las relaciones sociales. Miremos dos cambios profundos que han sucedido recientemente: los jóvenes que hoy en día salen a buscar nuevas oportunidades de ingreso y empleo, ¿qué desean? Muchos de ellos quieren libertad o, pongámoslo de otra forma, flexibilidad.

No se quieren amarrar con un solo patrono. Quieren aprovechar su tiempo y equilibrarlo entre familia, intereses personales y su manera de ganarse la vida. Buscan poder escoger qué hacer y cuándo hacerlo. Quieren horarios flexibles, formas de contratación menos rígidas. En fin, para no extenderme, son muy diferentes en su forma de aproximarse a la vida laboral a como fuimos los de la generación de trabajadores que los antecedimos. Nosotros queríamos estabilidad y ellos quieren flexibilidad.

La manera en que se compite también cambió. Ya no solo se compite entre empresas, sino entre ciudades y países, para atraer la inversión. El Salvador, Honduras, Nicaragua y Guatemala conforman el CA-4; en esos países el salario de un trabajador es un 70% más alto que en Colombia y la relación laboral es flexible. Esto los llevó a evolucionar y a convertirse en una potencia mundial en confecciones —sector intensivo en mano de obra— y ya están exportando a los Estados Unidos el equivalente al 50% de lo que exporta China a ese país. En Colombia, paradójicamente, el gobierno del cambio propone una reforma laboral rígida, que se viene —como me dijo alguien esta semana— “con unas soluciones viejas a unos nuevos desafíos”.

La reforma, que parece más bien un clásico setentero, no aborda las nuevas realidades y expectativas de los trabajadores millennials y centennials, tampoco cómo disminuir la informalidad ni cómo competir con los países que hoy nos están ganando la pelea en el mercado, por ser más flexibles. Ah, eso sí, se aumenta la estabilidad laboral reforzada, se limita el contrato por obra, se incrementan las indemnizaciones, se limita a las empresas de servicios temporales y la tercerización laboral. Y la cereza del pastel: según Fenalco, se aumentarían los costos en un 30%. Esperemos que la reforma sea profundamente modificada, porque, si no… ¿A qué empresa le dedica uno ese clásico setentero de Gloria Gaynor “I will survive”?