Entre nosotros parece no entenderse cabalmente la diferencia que existe entre gobernar con mayoría en el Congreso y gobernar sin mayorías.
Es bien claro que la naturaleza de un régimen parlamentario es, precisamente, la de asegurar la gobernabilidad en virtud de las mayorías que el Ejecutivo tiene o logra obtener en el parlamento. Y por ello, como lo hemos escrito con frecuencia, no es fácil, como ha ocurrido recientemente en España, constituir el gobierno mientras no se asegura la mayoría parlamentaria que le va a permitir ejercer su tarea. Veremos qué va a ocurrir en las próximas elecciones en el Reino Unido; todo parece indicar que el laborismo sustituirá el gobierno conservador y que contará con amplias mayorías en el parlamento.
En México acaba de culminar un proceso electoral inusitado. La nueva presidenta, Claudia Sheinbaum, no solo fue elegida con una mayoría de votos aplastante, obtuvo mayorías en el Senado y en la Cámara y su partido Morena, ganó siete de las ocho gobernaciones que estaban en juego y, también, la jefatura de gobierno del Distrito Federal. Abrumador.
No entro en el debate del significado de la separación de poderes, particularmente en un régimen presidencial, porque tan importante es la noción de independencia del poder legislativo como la noción del trabajo armónico entre el legislativo y el ejecutivo.
En Colombia, el gobierno de Petro no obtuvo mayorías en ninguna de las dos cámaras. Ello genera una enorme dificultad para la tarea de gobernar. Y por ello fue tan bien recibido el apoyo que para constituir un Acuerdo Político Nacional hicieron el liberalismo, el conservatismo, Cambio Radical, para asegurarle al gobierno de Petro una mayoría que podría estar en la cercanía del 80% de los votos en ambas cámaras. Se construyó así una coalición que infortunadamente no tuvo mecanismo de regulación.
Con todo, y aunque se diga lo contrario, es forzoso reconocer que no son pocas las propuestas legislativas del gobierno que han sido aprobadas. Recordemos la Reforma Tributaria, que no era una ley de fácil tramitación y aprobación; el Plan Nacional de Desarrollo; la ley que creó el Ministerio de la Igualdad, que la propia Corte Constitucional, no obstante deficiencias en su proceso de aprobación, le dio vigencia. Cuando escribo esta columna, leo que por unanimidad fue aprobada la Ley Estatutaria de la Educación que venía siendo muy controvertida por la asociación colombiana de universidades y por personalidades familiarizadas con la educación superior que veían graves amenazas para la libertad y la autonomía universitarias. Pues se aprobó por unanimidad en la Comisión respectiva del Senado el texto con modificaciones.
Es legítimo preguntar por qué esos resultados tan diferentes. ¿Por qué se desechó el Acuerdo político? ¿Por qué no se continuó una buena gestión del mismo? ¿Por qué, ya sin Acuerdo, unas leyes salen aprobadas y otras no? Y la respuesta no es la de que hay un bloqueo legislativo, una oposición intransigente, se debe reconocer que un gobierno sin mayorías tiene que acordarse con otras fuerzas políticas para asegurar su gobernabilidad democrática.
No recuerdo un gobierno durante el cual el tema de un Acuerdo Político haya tenido más vigencia mediática y menos aproximaciones realistas que lo conduzcan a una realidad.