Mi padre murió esta semana. El derecho internacional público fue su pasión. Fue juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y sus colegas le hicieron el honor sin antecedentes de elegirlo dos veces su presidente. Después fue magistrado de la sala de apelaciones de los tribunales internacionales de Ruanda y de la Antigua Yugoslavia. Y presidió también el tribunal internacional que puso fin a los litigios entre Argentina y Chile.

Javeriano hasta la médula, convencido de que la educación era el único camino para el progreso, presidió el consejo que dio vida a la Sergio Arboleda y participó en la creación del CESA.

Conferencista alrededor del mundo, recorría los salones de lado a lado, con un pielroja sin filtro en la mano. Era agudo, profundo, preciso, clarísimo en los conceptos que transmitía con la sencillez de quien domina sin resquicios la materia. Sus alumnos, miles, lo adoraban.

Conjuez de la Corte Suprema de Justicia, se salvó por un pelo de caer muerto en el salvaje ataque del M-19 al Palacio de Justicia, donde murieron muchos de sus más cercanos amigos.

Más tarde, en plena época de los extraditables, los narcos lo buscaron para ofrecerle una fortuna con el fin de que ayudará a tumbar el tratado de extradición. La rechazó sin dudar un segundo, aunque venía con la amenaza de plata o plomo.

Aunque mis malquerientes lo culpan de ser copartícipe de la derrota con Nicaragua, lo cierto es que si le hubieran hecho caso no hubiéramos perdido, porque advirtió oportunamente que debíamos retirarnos de la competencia de la Corte Internacional de Justicia.

Sí, fue un formidable jurista, un juez prudente y sabio, un magnífico maestro, y un patriota a carta cabal. Si hubiera algunas decenas como él, el país sería otro y mucho mejor. Pero, por encima de todo, fue un hombre íntegro y bueno hasta la médula de los huesos.

Nunca negoció sus principios. Era un caballero de los de antes, infinitamente prudente y sencillo, vertical, honrado hasta con los centavos, su palabra valía más que cualquier contrato. Huérfano de padre desde muy niño, trabajador incansable desde la universidad, que debió pagarse él mismo, silencioso filántropo, generoso sin límites con quienes lo necesitaron.

Serísimo, ratón de biblioteca, ajeno a la vida social que creía una pérdida de tiempo, fue sin embargo amoroso como ninguno con su familia y sus más queridos. Y quiso a mi madre con esos amores viejos, incombustibles, eternos.

En estos días de agonía, en pleno delirio, cuando logramos por fin que mamá, también enferma, pudiera visitarlo, la reconoció, sonrió, le dijo que quería decirle “cosas de amor” y, después de tomarle la mano, se hundió de inmediato en sus alucinaciones. Esas inexplicables y preciosas conexiones vitales…

Se fue, se fue el taita querido, el ejemplo de vida, el maestro, mi gran amigo. Me embarga la tristeza y, paradoja, también la alegría incomparable de que fuera mi padre y de haberlo disfrutado tantos años.

No puedo sino darle gracias a la vida.