“Desde allá arriba lo está mirando”, me dijo el vendedor de relojes y estuches para celular bajo un parasol de la Calle Trece de Cali. Se refería al viejo que reparaba encendedores en Cali, el último de una estirpe que no se repetirá, porque los encendedores metálicos, los Zippo y los otros de oro o plata, han desaparecido, como los fumadores.
Nunca fumé, pero atesoro un encendedor fabricado en 1948 en Japón Ocupada, -Made in Occupied Japan - según reza en este artefacto diseñado en forma de pequeña pistola, en la que al activar el gatillo se enciende arriba una llama que en otro tiempo dio fuego a un Chesterfield, a un Camel o a un Lucky Strike. Para mí es un objeto de culto, como los encendedores que podían verse en las primeras películas de James Bond.
Cada vez que se le gastaba la piedra, se le secaba la mecha o su pequeña porción de gasolina blanca, yo acudía donde el viejo. Estaba siempre sentado en un butaco de buena madera -tal vez chanul- y oficiaba sobre un pequeño escritorio, a plena calle, junto a un parqueadero. Con ademán doctoral colocaba un monóculo en el ojo derecho y desarmaba la pieza con unos destornilladores diminutos. Buscaba afanosamente pequeños trozos de algodón que empapaba en gasolina y procedía a dar su dictamen. “Si quiere dese una vuelta y regrese en media hora”, decía, y al cabo de ese tiempo entregaba el encendedor reluciente, con buena llama y oloroso a combustible.
Su especialidad, no obstante, eran los Zippos, los mismos que recargaba con gas butano. Decía que la única manera de saber si un Zippo era original, comprometía la abertura total del encendedor, pues estos en su interior tienen la fecha de producción. La historia de estos encendedores se inició en los años 30 del Siglo XX en el Bradford Country Club de Pensilvania. Fueron creados por George G. Blaisdell en 1932. Para fabricar el primero, se inspiró, dice la historia, en un encendedor austriaco. A Blaisdell le gustaba la sonoridad de la palabra ‘zipper’ -cremallera en inglés- y la asoció con el sonido de su invento al momento de producir ignición. Lo patentó en 1936. Su desaparición o poco uso, llegó con el auge de las candelas plásticas, desechables.
El viejo Fernando me explicaba que estos encendedores originales perdían su función cuando recibían piedras, mechas o gasolinas de otras marcas, pues estos tres últimos productos también salieron al mercado con la marca ‘Zippo’.
La industria de guerra de Estados Unidos adoptó el nombre para el tanque M4A3R3, empleado como lanzallamas en la Segunda Guerra Mundial; igualmente, el M48 Patton fue conocido como M67 Zippo en la guerra de Vietnam.
No obstante, el inventor del encendedor fue el químico alemán Johann Wolfgang Döbereiner en 1823. El hombre siempre estuvo preocupado por ‘hacer fuego’ y esta invención, la posibilidad de llevar lumbre en el bolsillo, en el temprano Siglo XIX, asombró a muchos, tanto que el mechero recibió el nombre de ‘Lámpara de Döbereiner’.
Hoy, con las campañas contra el tabaco, encender un cigarrillo con un encendedor de siglos pasados, cuando todo es desechable, no es solo un acto de resistencia cultural, sino una antigualla de buen recibo. Casi un acto exótico.
Voy a extrañar al último desfacedor de entuertos cuando se trataba de estos artefactos. Antes que me anunciaran su fallecimiento, pasé en varias ocasiones por su lugar y lo vi desolado. Quizá él, como el griego Diógenes de Sinope, al reiniciar tantas veces el fuego, también quería dar lumbre para buscar un hombre honesto.