Hace poco la Asamblea General de las Naciones Unidas votó 185 contra 2 (Estados Unidos e Israel) y 2 abstenciones (Brasil y Ucrania) para exigirle al gobierno norteamericano cesar el embargo contra Cuba, una decisión abrumadoramente mayoritaria que se viene adoptando desde hace 30 años sin que a los norteamericanos les importe el consenso internacional, a pesar de que fue el doble de los votos de la resolución adoptada en la misma asamblea exigiéndole a Rusia asumir la reparación a Ucrania por los daños causados con la invasión. Es difícil encontrar en la historia de la ONU una votación tan prolongada y consistente de la asamblea general exigiéndole a una potencia, miembro permanente del Consejo de Seguridad, que cese una política específica contra otro país.
Si se evalúa la estrategia de sanciones y los bloqueos por la forma en que se explica públicamente, como instrumentos para provocar cambios en ciertos regímenes políticos para reemplazarlos por “democracias representativas”, su fracaso no puede ser más claro. Vienen aplicándose hace 72 contra Corea del Norte, 60 años contra Cuba, 43 contra Irán y Siria, 37 contra Nicaragua, 34 contra Myanmar y 17 contra Venezuela, sin que sus regímenes hayan cambiado mientras que por la Casa Blanca han pasado 14 presidentes, 7 demócratas y 7 republicanos, que ejercieron 16 mandatos sin alcanzar el resultado; es un fracaso bipartidista de 72 años.
La lectura de esta paradoja da para todo, pero la central es que la política no funciona para lo que se dice que fue creada. Si se trata de bloquear el ascenso tecnológico de algunos de esos países para evitar que obtengan armas nucleares, como sería el caso de Irán y Corea, tampoco ha servido, si luego de tantos años ambos países se ponen cada vez más cerca del desarrollo de ese tipo de arsenal y de toda la tecnología asociada a su uso.
Las sanciones evidentemente causan problemas a los gobiernos, pero su principal efecto es contra la población y eso no necesariamente se traduce en un aprestigiamiento de los Estados Unidos y más bien puede ser lo contrario. Por ejemplo, que durante la pandemia se haya obstruido el acceso a las vacunas a Venezuela y Cuba, o que cuando Cuba desarrolló su propia vacuna se haya impedido el acceso a jeringas, puso a los Estados Unidos en la freidora ética por la politización de un problema de salud pública global.
El caso cubano también demuestra que los países pueden desarrollar una autarquía precaria en medio de los bloqueos y alcanzar por ejemplo su propia ciencia médica. Entre más grande, más recursos y más distante estén de Estados Unidos, esos países son más capaces de acceder a alguna economía internacional.
La votación en la Asamblea General de las Naciones Unidas contra el embargo a Cuba demuestra que en América Latina ya no tiene acogida el lenguaje de la doctrina Monroe, pero a la vez prueba que Estados Unidos no lo ha abandonado ni siquiera en la época dorada de las relaciones con la región en las presidencias de Bill Clinton y Barack Obama, especialmente este último que tendió las bases de una normalización que luego fue desmontada por el republicano Donald Trump y que el demócrata Joe Biden no da señales de querer reconstruir.
Estados Unidos podría buscar una forma de relacionarse con América Latina que refleje los intereses en los que pesan tanto las necesidades de desarrollo como la soberanía, dos puntos sobre los que giraron las plataformas progresistas que se impusieron en la región. Que le interese, es harina de otro costal.