Como era de esperarse la captura de Sebastián iba a ser el origen de una serie de vendettas entre las facciones que controlan el crimen organizado en Medellín. La buena noticia es que la violencia que producen los procesos de redefinición de poder entre las mafias de la ciudad no se compara con situaciones previas.La guerra de Escobar contra el Estado, la vendetta entre la terraza y los pepes luego de la muerte de Escobar, la guerra entre los paramilitares y las milicias y la posterior vendetta entre los mismos paramilitares fueron acontecimientos mucho más dramáticos para la ciudad. Los atentados contra la población civil, los enfrentamientos con helicópteros y armas largas en medio de populosos vecindarios y los magnicidios de gobernadores, comandantes de Policía y jueces no son comparables con la reciente masacre en Envigado. Allí, en un lugar aislado, sólo murieron miembros de organizaciones criminales y algunas acompañantes desafortunadas.La violencia ahora involucra con menor intensidad a la población. El repertorio de acciones criminales excluye progresivamente el desafío abierto a las autoridades. Es cierto que todavía asesinan policías y quienes no pagan las extorsiones en los vecindarios marginados de la ciudad y en los mercados informales son objeto de ataques de la mafia. Pero la intensidad de la violencia ha cedido sustancialmente. Basta una mirada a las cifras históricas de homicidios para confirmarlo.Pareciera que luego de varias décadas el Estado ha logrado domesticar a la mafia. Los espacios de regulación criminal comienzan a estar claramente definidos y delimitados. Las posibilidades de la mafia de convertirse en autoridad donde no existe suficiente marginalidad e informalidad son mínimas. De seguro van a continuar los combos, la extorsión a las ventas de contrabando, el control violento de los mercados de abastos y de los vendedores ambulantes, entre otras muchas actividades. Pero las aspiraciones de poder que tenían organizaciones como las de Escobar o las de Don Berna parecieran ya ser parte del pasado (al menos en Medellín, no tanto en el resto del país). Con todo y sus defectos el Estado parece haberse fortalecido sustancialmente durante las últimas décadas.La mala noticia es que el proceso de domesticación es en doble vía. El narcotráfico sigue vivo y Medellín es una ciudad importante como centro logístico y de lavado. Es indispensable corromper a las autoridades, sobre todo a políticos, policías y jueces, para mantener el negocio a salvo. Si los narcotraficantes garantizan además que no van a financiar a organizaciones violentas que ponen en entredicho el desempeño de las autoridades, el Estado puede terminar siendo domesticado por la criminalidad. Termina por delegar su función de protección de la ciudadanía a acuerdos con actores ilegales. En el fondo es el viejo pacto tácito que ha existido en la ciudad -el narco paga la renta de los bandidos y a cambio los bandidos se comportan dentro de unos límites- sólo que ahora los límites son más estrechos en favor del Estado.Como política de seguridad la domesticación de la mafia puede sonar perversa. De hecho tiene muchos elementos que la hacen indeseable. Aun así me temo que dentro de las opciones factibles para el Estado ha sido quizá la alternativa más idónea para reducir los costos sociales e institucionales de la guerra contra las drogas.