No es corta la lista de factores que determinaron que nos convirtiéramos en humanos, casi todos endógenos: el desarrollo del cerebro y su irrigación sanguínea, la habilidad manual (sumamente útil para matarnos unos a otros) y la mutación genética, para citar apenas un puñado. Otros tuvieron más que ver con el mundo que nos rodea, como el fuego y la capacidad de manipularlo.
El fuego asusta, como también encanta. Los primates hemos desarrollado una extraña y aterradora fascinación por las llamas. El homo sapiens, a diferencia de sus primos, no se contenta con percibirlo, sino que tiene habilidades de comunicación que le permiten dar cuenta de él prácticamente a todos los humanos del Planeta.
Nos atrae por estos días el fuego que consume a la Amazonía, pulmón del Planeta del que solo nos acordamos cuando está en las noticias o se nos cruza en un documental de televisión por suscripción. Y estamos preocupadísimos, espantados, a causa de esas columnas crujientes que amenazan vastas zonas de naturaleza (dizque) libre de la mano implacable del hombre.
Que no se crea que el tono irónico es una especie de mirada con desdén a la tragedia de la Amazonía. No. Apenas un paso en la tarea de entender el trasfondo de las cosas y dejar de comportarnos como ese rebaño arriado por las redes sociales y su inventario de prejuicios, mentiras y lugares comunes.
Recomiendo como parte de una sana ‘desrrebañización’, la lectura de ‘Nuestro planeta, nuestro futuro’, el nuevo libro de Manuel Rodríguez Becerra, uno de esos quijotes admirables que se levanta a diario con la tarea de preocuparse por lo que a sus semejantes no les preocupa.
Habla Rodríguez de cómo el mito de la Amazonía prístina se ha venido abajo en las últimas décadas, gracias a serias investigaciones que dan ahora razón a los cronistas españoles cuando sostenían que “diversas áreas de la mayor selva tropical del planeta fueron influenciadas por miles de años de ocupación humana”. Y que todo eso comenzó, por supuesto, antes de que Leif Ericson descubriera América. O Colón, o quien fuera.
Nos intranquiliza la Amazonía, porque la vemos arder en los medios de comunicación pero, con o sin fuego, diariamente la estamos destrozando. Rodríguez sostiene que hemos deforestado alrededor del 20 por ciento de su área, que representa a su vez el 60 por ciento de la selva húmeda mundial, “para dedicar en un 70 por ciento sus suelos a una ganadería extensiva y muy ineficiente”.
Pero pensar que esa ganadería como la principal responsable es también otro espejismo. Culpable es una banda con poderosos cabecillas: “Gran parte de la deforestación está motivada por las metas de control territorial, por el status social que genera la posesión de la tierra, y por la especulación con el suelo, pues en el mercado tiene más valor una hectárea de potrero que una hectárea de bosque”. ¡Ni se les ocurra comentarle lo del potrero a Enrique Peñalosa!
Se trata de una deforestación inútil y absurda, según Rodríguez, porque criamos una cabeza de ganado por cada dos hectáreas. Traducción: acabamos con todo y ni siquiera logramos, en nuestra enloquecida carrera por el desarrollo, tener el mínimo contrapeso de favorecer una ganadería de alta productividad.
Rodríguez ha podido titular mejor su libro: ‘Nuestro planeta, nuestra cloaca’, pero es un caballero y un señor, y sigue creyendo en que algún día, antes de que sea tarde, la especie dominante dejará de ser dominada por su propensión a la imbecilidad.
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Ultimátum. Decepcionante país en el que la justicia no sirve ni para preservar la justicia.
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