Toda banda musical es una gota de agua, repleta de ciliados, protozoos y amebas. Organismos diferentes, pero en apariencia armónicos. Los Beatles dejaron de ser esa gota gracias a The Beatles, complejo álbum de sencillo título que cumple 50 años en esta época en que parecen más sonoros cien días que medio siglo.

Venían de un episodio que la humanidad ha visto una y otra vez, pero los peces siguen mordiendo el anzuelo: un gurú ordeñando celebridades. Se llamaba Maharishi Mahesh, maestro de la meditación trascendental, y aunque tenía fama de sibarita, lucía como una especie de hambriento mendigo. El apetito pretendió saciarlo a la fuerza con el cuerpo de la actriz Mia Farrow, parte del grupo que acompañaba a los Beatles en su visita al ashram del iluminado. El ‘oso’ del yogui fue creer que Mia era suya. La maniobra disolvió la relación del charlatán con los músicos.

Uno de los tantos mitos dudosos que rodean al cuarteto asegura que en ese ambiente de reflexión, y privados de banalidades y drogas, dieron rienda suelta a su creatividad por caminos antes inexplorados. Se llenaron de canciones y a su regreso a Inglaterra estaban ansiosos de inyectarlas al vinilo.

Se reunieron en una casa campestre del guitarrista George Harrison, en Esher, y terminaron de moldear las canciones. Veintitantos demos dan cuenta de la última vez en que estuvieron tocando juntos material para un álbum sin sacarse los ojos y hacerse reclamos sobre el manejo del grupo o sus finanzas.

Las posteriores sesiones de grabación del Álbum blanco revelaron otro motivo de fondo para la presentida y muy sentida disolución: el exceso de creatividad. Tantas canciones no encontraban acomodo en un disco, menos cuando Harrison se perfilaba como un letrista y compositor tan prolífico como John Lennon y Paul McCartney.

A Harrison siempre le resultó difícil encontrar espacio para sus piezas en ese océano de éxitos Lennon/McCartney que bañaba los discos de los Beatles. Caso diferente al de Ringo Starr, que no estaba muy interesado en épicas conquistas de surcos del pop (parafraseando a Manolo Bellon).

En el Álbum blanco, Harrison marcó varios goles y repetiría la hazaña en Abbey road, último álbum grabado por el grupo. Pero ningún registro del testamento sonoro Beatle fue suficiente: su álbum solista All things must pass, de 1970, fue triple vinilo. ¡Así de atragantado estaba! La portada lo mostraba en curiosa metáfora presidencial, rodeado de enanos (no siete, como Duque; apenas cuatro) y cierto desconcierto reflejado en el rostro.

Los Beatles experimentaron en una década, contada desde finales de los cincuenta al ocaso de los sesenta, un proceso de maduración exprés. El despertar de sus talentos convirtió la oficina que eran los estudios de grabación en un instrumento, y el siguiente paso fue ‘volar’ el techo para burlar los límites de la industria de la música.

Para 1968 eran ya cuatro brillantes unidades autónomas. Su credo fue el cambio. Nunca quietos; siempre en ebullición. ¡Menos mal les dieron guitarras y no Ritalina! De hecho, la única Rita que se les conoció fue Lovely Rita. Pero ninguna Lina.

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Ultimátum.
Repudiables los intentos de manchar el trabajo de los periodistas de Noticias Uno que han revelado el repugnante tras bambalinas del estercolero que es Odebrecht. Y evidentes e infantiles las campañas artificiales en redes sociales para desacreditar a colegas que pisan los terrenos de las humanas ambiciones políticas. Hoy la marrulla y la bodega son más efectivas que las ideas y la ética.

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