Uno de los grandes enigmas de la humanidad contemporánea, aunque parezca exagerado, es de dónde nos viene esa dañina inclinación por andar siempre hablando mal. Algo que de manera compulsiva hacemos en el universo digital, que nos permite ‘alzar la voz’ en cualquier momento, y opinar sobre todo alrededor. Si bien, las redes sociales se convirtieron en un espacio poderoso en el cual expresar y ampliar nuestras posibilidades de información, algunas terminaron acaparadas por quienes necesitan maldecir, señalar y juzgar, pero sobre todas las cosas del mundo, hablar mal.

Hay distintas escalas de esa tentación que sentimos de hacerlo, siendo quizás la más frecuente, hacerlo de nuestro entorno inmediato: la amiga, el familiar, la pareja, el jefe. Situación que en ocasiones escala en las redes, y que se evidencia en indirectas o frases, que al final un nicho lector sabe que tienen destinatario específico. Otra cosa ocurre cuando hay tanto dolor adentro que descargamos en los muros digitales eso que nos aprisiona y necesitamos sacar, sin filtro.

Por eso, las y los ‘sicólogos digitales’ del presente recomiendan pensar antes lo que se va a publicar, con una precisión quirúrgica, de ser el caso; porque si bien, en algunas redes se puede editar, siempre habrá alguien que capture un pantallazo de esa primera publicación.

También hay a quienes les sale bien hablar mal de sí, y cuando digo les sale bien, me refiero a que lo hacen con suma facilidad, hora, red, espacio; no en un acto de contrición que sería válido, sino de derrota y ‘autotortura’. Sí, somos la suma de derrotas y victorias, pero cuando hablamos más de las primeras, ello termina causando un efecto tóxico en nuestra salud mental. Hablar de nuestros dolores debe ser un ritual destinado solo para quienes nos aprecian o ayudarán.

Pero quizás la más dañina y evidente forma de hablar mal en la actualidad es la incontinencia, muchas veces paga, de quienes usan las redes sociales para hablar mal del país, la región, la ciudad, la calle, el gobernante… de todo el mundo, y jamás con la autocrítica que nos cabe, cuando compartimos una casa común. Que quede claro, que una cosa es la crítica argumentada, la veeduría necesaria y la posibilidad de exigir nuestros derechos, y otra distinta, ensañarse contra fulana, mengano, perencejo o todos a la vez, porque esperamos que de la noche a la mañana nos conviertan en una ciudad europea o que nuestro país funcione como Suecia.

¡A ver, aterricemos! Una cosa es la opinión seria y constructiva, que busca mejorías, y otra, el destruir con la palabra y generar una percepción pública de caos permanente, que nos hace daño. Levantarse todos los días a armar un show en las redes, diciendo que esto es una porquería, no sirve de nada. Menos, retuitear, o compartir como borregos, lo que bodegas pagadas quieren viralizar para que destruyamos al de turno, porque somos malos perdedores, porque no nos subieron al bus, porque nos interesa que les vaya mal, o porque no nos han dado platica.

El sicólogo y escritor Bernardo Stamateas, en un artículo para La Nación, hace referencia a la ley de los tres tercios: un tercio de personas que nos aman, uno que nos detesta, y uno más que nunca tuvo contacto con nosotros, pero, aun así, es capaz de opinar sobre nuestra vida. Y, a renglón seguido, explica que lo hacen por cuatro razones: para llamar la atención, para desprestigiar, para distorsionar o para sentir que tienen poder.

En la práctica, lo que vemos es una combinación de estas cuatro razones, puestas al servicio de una prosa furiosa y en ocasiones muy elemental, que sacien nuestra sed de comentarios o likes. Y eso resulta tan pero tan exitoso que seguimos haciéndolo. Por eso, hablar mal nos sale tan bien.

@pagope