Es urgente y prioritario prevenir, atender y reducir la violencia y agresividad que se extiende en las conductas juveniles en nuestro país. Este debe ser un propósito nacional.

Hace unas semanas, el estadio Atanasio Girardot de Medellín fue escenario de violentos disturbios en los que resultaron heridas 25 personas, incluidos jóvenes, que asistían a un partido de fútbol profesional. Diariamente, se conocen además casos de la violencia física y mental del bullying que tiene efectos devastadores en los estudiantes como la ansiedad, la depresión, el bajo rendimiento académico e intenciones suicidas. El ciberbullying, acoso en medios digitales, crece también con consecuencias similares. Así mismo, las pandillas de barrios resuelven los conflictos de modo violento y no pacífico, y las bandas de redes del microtráfico involucran y utilizan a jóvenes en sus conductas ilícitas; unas y otras terminan muchas veces en desenlaces fatales para los propios jóvenes, y generan miedo e inseguridad en sus comunidades.

Cada una de estas violencias han tenido sus propios retos y han dejado una huella profunda en nuestra sociedad. Según cifras de Medicina Legal, en 2023 el 43% de las víctimas de homicidio en el país tenían entre 12 y 28 años, esto es, 5.980 adolescentes y jóvenes. El informe de resultados de la prueba PISA de la OCDE (2022) reporta que, entre estudiantes colombianos de 15 años, el 23% de las mujeres y el 25 % de los hombres declaran haber sido víctimas de actos de bullying (por parte de sus compañeros jóvenes) varias veces al mes.

Desafortunadamente, somos un país donde no sabemos enfrentar los problemas y conflictos de forma tranquila o mediante negociación. Las causas de esto pueden ser múltiples. Por una parte, tenemos una historia en la que los jóvenes han crecido con la violencia como medio de respuesta sociopolítica al conflicto: en el último siglo, distintas generaciones padecieron La Violencia liberal-conservadora (1925-1958), el conflicto armado con grupos guerrilleros y paramilitares (1960-2016), y el que podríamos llamar posconflicto (2016-presente) en que persisten desafíos del crimen y el terror de distintos grupos armados ilegales. Por otra parte, la violencia intrafamiliar con su abuso físico, psicológico y emocional marca la vida y comportamiento juvenil. Muchos entornos comunitarios tampoco son protectores de niños y adolescentes. La lentitud y congestión del sistema judicial, que no actúa a tiempo para proteger a las personas y sus derechos, genera a su vez impunidad para resolver conflictos frente a la ley –lo que a veces termina en acciones inaceptables de ‘justicia por mano propia’ –. Y la insuficiencia del control del orden público, en ciudades que tienen un número de policías por habitante inferior al promedio mundial recomendado, alimenta la sensación de que frente a la acción violenta no hay control social.

Los colombianos tenemos un reto enorme que debe ser abordado de forma interinstitucional: desde el ministerio de Educación para asegurar entornos escolares más protectores y preventivos de la violencia; el de Justicia, para promover con la rama Judicial un sistema que permita aplicar la ley frente a las discordias cotidianas de forma más rápida y estable, y no permita impunidad; el de Defensa con las autoridades locales, que como responsables del orden público deben ofrecer garantías de seguridad ciudadana; y el del Interior, con las acciones que puede promover para la convivencia ciudadana; por mencionar solo algunos.

Además, se requiere también el compromiso de organizaciones no gubernamentales que pueden apoyar esfuerzos en la prevención y la reducción de vulnerabilidades sociales frente a la violencia. El sector privado aporta, a su vez, cuando contribuye a que los trabajadores tengan entornos familiares con mayor estabilidad y horizonte.

No podemos aceptar que la violencia sea una conducta inevitable para las nuevas generaciones. Aspirar a un país que fomente relaciones sustentadas en el respeto y la inclusión, donde operen la justicia a plenitud y el diálogo como vías para resolver conflictos, y que ofrezca a familias y comunidades entornos más seguros y estables, es un propósito que no podemos postergar como Nación.