Tenía 14 años cuando visité la Clínica de los Remedios por primera vez. Me llevó mi madre porque empezaba a sufrir de síntomas del colon, que me han acompañado durante los siguientes 70 años. Me atendió el inolvidable Ives Chatain, médico integral, gran cirujano y educador quien años después se convertiría en mi estrictísimo Profesor de Anatomía en la Universidad del Valle. Él fue quien me dio las primeras recomendaciones para mis malestares digestivos. Espero que la tenacidad de esos síntomas que aparecen de tiempo en tiempo a pesar de la sapiencia de mis médicos y que son una clara demostración de la terquedad de ciertas dolencias, me haya asegurado, por lo menos, el purgatorio.

La segunda vez que acudí a la clínica de las Religiosas de Gerona fue hace 23 años cuando acompañé a mi padre a bien morir.

La tercera fue la semana pasada a raíz de una hepatitis aguda de Adriana, mi hija. Llegué a la clínica porque estaba de turno Raúl Corral magnífico infectólogo y ser humano acompañado de un personal médico y de enfermería compasivo y muy profesional. Mi hija por fortuna está en un proceso de recuperación.

La hepatitis A, que en Cali muestra por estos días la aparición de muchos casos, se transmite por alimentos contaminados e insuficientemente cocinados, un pobre lavado de manos, contacto con personas infectadas, crustáceos y pescados crudo, etcétera. Cualquier persona puede infectarse si no tiene los cuidados necesarios.

La hepatitis A es tremendamente contagiosa y produce síntomas muy molestos que se parecen en un comienzo a los de cualquier gripa. Por esa razón los médicos nos despistamos: Malestar general, decaimiento, fiebre, molestias digestivas (dolor abdominal, náusea), inapetencia, cefaleas y una multitud de otros síntomas de todos los sistemas orgánicos. Es una enfermedad que pone en riesgo la vida si no se hacen intervenciones oportunas y se confunde con el dengue, el Covid, otras virosis, paludismo, y muchas enfermedades tropicales tan comunes en nuestra región:

Esta confusión diagnóstica retrasa las intervenciones terapéuticas y ensombrece el pronóstico. Los exámenes de rutina muestran una linfocitosis que falsamente “confirma” el diagnóstico de una virosis. El paciente, mal diagnosticado, se somete al manejo habitual: reposo y acetaminofeno (pésimo en estos casos). Y el hígado se sigue inflamando en silencio hasta que un buen día la orina oscura, las heces blancas, y el estado general grave finalmente alertan a los médicos. Se realizan pruebas hepáticas y se aclara el cuadro. Sólo entonces se inicia el tratamiento que ya para ese momento requiere hospitalización.

Escribo esta nota para recomendar a mis amables lectores que si tienen un cuadro similar al descrito, sugieran a su médico la posibilidad de estar sufriendo de una hepatitis y acudan a sus EPS o a la Cruz Roja, para determinar los niveles de antígenos o anticuerpos contra los virus de hepatitis A, B y C, y procedan a vacunarse.

El hígado es un órgano muy noble y se recupera de las más grandes injurias. Una de ellas es el virus de la hepatitis. Pero hay que estar atento a las señales, informarse y actuar con prontitud, pues como le escuché tantas veces decir a mi padre: la gente se muere más por falta de información que por falta de medicamentos.