Uno cree que nunca se acaba. Está claro, sí, cuándo empieza: primero el jardín infantil, luego la primaria, luego los largos años de bachillerato, que se suceden unos a otros en una carrera de relevos interminable, en un sopor de tareas y pago de pensiones demasiado parecido a la eternidad.

Y a fuerza de madrugar cada mañana, en cada persona que ha traído un hijo a este mundo se esconde un Sísifo que empuja la enorme roca hasta la cima de la montaña, solo para verla rodar cuenta abajo y volver a empezar, una vez más, al día siguiente. ¿Por qué los tiernos comerciales de pañales no advirtieron esta parte de la historia?

El ascenso a la montaña de la maternidad, de la paternidad responsable, es un entrenamiento en el poder del presente, porque esa carga sobre los hombros se siente tan, pero tan real, que se relativizan pasado y futuro mientras uno siente, aquí y ahora, el peso presente de sus decisiones.

Mientras nuestro Sísifo interior empuja cuesta arriba la roca, al pasado preguntamos: ¿Debí traer hijos a este planeta recalentado, donde las abejas y los osos polares no encuentran ya un hábitat propicio? ¿A este mundo sobrepoblado, en guerra permanente, con los satélites de Elon Musk tapando la aproximación de asteroides potencialmente peligrosos para este pequeño planeta que depende ya de demasiadas variables, infinitas variables?

Y mientras la roca rueda hacia abajo por la falda de la montaña de certezas, el futuro se nos antoja un eterno duelo de algo, algo que uno dejó de hacer, algo que uno dejó de ser, un lugar al que dejó de viajar, unos zapatos (inserte aquí el deseo de su preferencia) que dejó de comprar porque había otras prioridades, y por momentos ‘futuro’ solo significa que al mes siguiente llegará la cuenta de cobro por concepto de pensiones y matrículas y uniformes de mayores tallas y cuotas ordinarias, extraordinarias, paritarias, parasitarias. ¿Conducirán tantos esfuerzos a puerto alguno?

Y en esas anda uno, piedra al cuello, mirada al piso, hombros ya fuertes aunque cansados, cuando llegan palabras nuevas. Grado. Despedida. Carta de admisión. Universidad. Mudanza.

Y de repente hay que soltar la roca para aprender a hacer un nudo de corbata, ver cómo los zapatos Oxford reemplazan los tenis, los vestidos de fiesta las pijamas rosadas. Entendemos que esto sí acaba, pero lo habíamos olvidado. Sentimos desconcierto, nostalgia. El pasado y el futuro rugen con plena potencia, mientras el presente se esfuma sin que logremos retenerlo.

Los chicos se están graduando y Sísifo entra a cuidados intensivos, le ponen suero, pregunta: ¿puedo irme a casa? Y le responden: para nada, solo serás reasignado a una montaña aún más alta. ¿Cuándo termina entonces? Nunca. Eso es ser padres.