Su veloz carrera se escuchaba de manera angustiosa por los pasillos de Hatogrande, la hacienda presidencial. “¡El presidente está suelto, está suelto!”, gritaba con angustia la mucama. Las luces se fueron encendiendo, algunos asesores y escoltas salieron de sus habitaciones y de pronto se oyó alguien que dijo: “Yo sí imaginé, que si la seguía embarrando, tarde que temprano lo iban a coger. ¡Mejor que esté suelto!”. No dotor, gritó la mucama. “El presidente está suelto pero del estómago. Se nos intoxicó”. Un enfermero salió al paso y le preguntó: “¿Sabes que ha comido?”. Ella con resignación contestó: “Usté sabe que este presidente come de todo!”.
“Lo tenemos que salvar. Vamos a la alcoba principal”. Entraron. La primera dama no estaba y él, demacrado y débil, como los secuestrados, en una analogía familiar. “Llévenme a un hospital”, gimió lacónicamente. La enfermera dijo “Voy a buscar el carné de la EPS”. El escolta le dio un puntapié en el tobillo: “No hables de Epeeses que acordáte que están shu, shu, shu (hizo señal con los dedos como caída de naipes). “Muévanse, dijo el presidente, traigan un helicóptero”. Minutos después, el jefe de seguridad le dio el reporte: “Señor presidente: tenemos helicópteros, pero recuerde que muchos tienen problemas de mantenimiento. Usted no puede correr riesgos. Eso solo se le deja a la tropa para los desplazamientos a zonas bravas”. “Tienes razón. Que otros corran el riego, yo no. ¿No hay un helicóptero en perfectas condiciones? ¡Carajo, eso no puede ser!”. Los de seguridad se miraron entre sí hasta que un coronel se atrevió a hablar: “Pues el que está bueno, bueno, es el que tiene Francia”.
¿Cómo así?, pregunto indignado. ¿Ya tenemos equipos colombianos en Ucrania?”. No, presidente, asignado a la vicepresidenta Francia. Y usted sabe ese aparato es intocable. El que lo necesita “pues de malas” es lo que dicen”. “¡Vamos en una ambulancia, pero suban varias ‘bacinillas’ pues estoy grave!”
Al pasar por el primer puesto de salud, contiguo a Fiduprevisora, encontraron una larga fila. Los maestros enfermos rodearon la ambulancia. Petro desde la camilla sonreía, “Miren como me quieren. ¡Qué coro, esa es mi Colombia popular, el poder constituyente; todos gritan Petro hoja de ruta!” No presidente, que pena, ellos sí gritan, pero después de “Petro”, dicen una grosería que no soy capaz de repetirle. Mejor vámonos de aquí”.
“Búsquenme un médico”, urgía el mandatario. El coronel le contestó: Pues en Hatogrande estaba el ministro de Salud. Y la verdad presidente, ese señor acaba con todo. Yo lo tengo que proteger a usted”. ¿Será que llamamos a Londres a Roy Barreras, presidente? Cuando yo vigilaba el congreso recuerdo que a un senador le dio un infarto y el doctor Roy lo atendió ágilmente”. “Me acuerdo, dijo Petro. ¿Lo salvó Roy?” “No presidente, el congresista murió, pero la agilidad de Roy fue inolvidable. Es como un tití que salta de palo en palo”. “Tocará llamarlo, dijo Petro. A mí me causa desconfianza un político, médico y poeta. Ese revuelto no me cuadra”. Llamaron a Roy a Londres. “Dime Gustavo, qué comiste. Si fue un tamal, esa puede ser la razón de tu mal”. “Fue bandeja montañera”, dijo el enfermo. A lo que contestó el médico poeta: “Si era paisa la bandeja, pudo ser la carne añeja. ¡Si estaba dañado el chorizo, al hospital voy dando aviso!”.
“Cuélguenle al poeta loco ese”, dijo molesto el presidente. “Llévenme rápido al hospital militar. Pero ya antes que comiencen a recibir guerrilleros enfermos y eso se dañe”.
“Laurita avisa a Medellín que no podré ir a los eventos de allá”. “No se preocupe, presidente”, contestó ella muy eficiente. Yo ya había avisado que usted no iría desde antes de la intoxicación”. Camino al hospital, solo se oían la sirena y sonoras ráfagas desde la camilla, otra analogía familiar.