La muerte de Jaime Mendoza me ha conmovido hasta los tuétanos. No solo por la pérdida que supone su fallecimiento para el arte y la cultura de Cali, a las que tanto aportó como arquitecto, dibujante, diseñador gráfico y maestro. También me ha impactado su muerte porque me ha traído de un solo golpe a la memoria los años de vida, estudios e ilusiones que compartimos en la Facultad de Arquitectura de la Universidad del Valle.

Era el barrio de San Fernando, eran los años 60/70 del siglo pasado, era “el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos”, que diría Charles Dickens. “Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada (…) caminábamos derecho al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”. Y la facultad - con sus dos pisos y su inolvidable cafetería, decanos como el ‘chino’ Cruz o Jaime Coronel, maestros como Eladio Muñoz, Germán Cobo, Álvaro Thomas, Rafael Sierra o Sigifredo Rojas - era más que ‘la facultad’.

Era el Alpha y el Omega de nuestro universo juvenil. El lugar mágico donde no solo recibíamos lecciones y nos enfrascábamos con nuestros compañeros en interminables debates sobre lo divino y lo humano. También era un fascinante reemplazo de nuestras casas, en el que pasábamos días y noches enteras, trabajando en sus talleres divididos en pequeños cubículos. Sobre todo, en épocas de diseño y dibujo de nuestros proyectos de fin de curso. En medio de todo aquello, brillando como auténticas luminarias, estaban Jaime Mendoza y Leonardo Peña.

Los estudiantes más conocidos y admirados. Al punto que las presentaciones que hacían en los talleres de sus proyectos reunían a varios profesores y a muchos estudiantes de varios cursos, todos convencidos de que una vez más nos deslumbrarían con una muestra de su notable talento. Eran inseparables, pero cada uno tenía su estilo. Jaime era el artista, un dibujante excepcional, como lo demostraban tanto el dibujo de los planos de sus proyectos - habitualmente inspirados en Frank Lloyd Wright – como los afiches que dibujaba para promover charlas y actos culturales en la facultad.

Eran tan buenos que no lograban cumplir cabalmente su función comunicativa, porque no tardaban mucho en ser robados por admiradores secretos que los consideraban obras de arte sin más. Leonardo Peña era de otro talante. Era tan disciplinado que hacía sus proyectos sin trasnochar ni una sola vez. Y su pasión por la literatura lo llevaría a convertirse en escritor.