Hemos creído que ser generosos es regalar nuestro tiempo y nuestra presencia, nuestra atención o nuestro ser expresado en palabras, consejos, actos de servicio y expresiones físicas del afecto.

O, por otra parte, que ser generoso es compartir todas las cosas que se compran con dinero, objetos, viajes, cenas, salidas, invitaciones, experiencias, detalles chicos o regalos suntuosos.

En ambos casos, hemos creído que la generosidad está siempre volcada hacia el afuera. Que el dar es siempre una acción, más que una omisión.

Pero uno empieza a entender que hay grandes, grandísimos regalos, en las cosas que no hacemos, en los sitios a los que no vamos, en los consejos y opiniones que nos reservamos, en las dinámicas que no alimentamos.

A veces ser inmensamente generoso es renunciar a dar ese consejo no pedido, preferir la sutileza y la belleza del silencio antes que exponer a los otros a nuestra avalancha de ideas, pareceres, criterios, opiniones.

Hay otro regalo sublime que no reconocemos como tal: nuestra ausencia. Es de doble vía. Uno regala su ausencia para que el otro pueda existir a sus anchas en un instante, en el que necesita sentirse el centro y nutrirse de otros. Uno regala su ausencia, también, como un acto de autorrespeto: ocupar un lugar de silencioso y austero decoro.

Cuando uno regala su ausencia crea, así mismo, el vacío donde pueden germinar nuevas cosas, y hasta la posibilidad asombrosa de ser extrañado.

Los psicólogos le han dado nombre a la angustia por perderse algo: FOMO (Fear of Missing Out), esa tentación a pensar que, si no estamos presentes, algo importante, interesante o relevante podría ocurrir sin nosotros. Explican que es una forma de ansiedad social.

¿Qué tanto de lo que hacemos o damos estará guiado por ansiedad, más que por una genuina libertad? Interesante empezar el ejercicio de perderse reuniones, de perderse invitaciones, de pasar de personas con las que ni siquiera encajamos para empezar, y que insistimos en consumir, compulsivamente, hasta el punto de la intoxicación como me pasó hace un tiempo: por aceptar una invitación incómoda, que se sentía mal en las entrañas, comí un platillo descompuesto que coincidía exactamente con la intoxicación social del evento.

Qué bonito decir “te regalo mi ausencia”. Nos regalo mi no presencia. Me regalo la idea de que uno dignifica los lugares con su presencia, pero a veces se dignifica más al no estar. Habrá nacido entonces el JOMO (Joy Of Missing Out).