En el video que publicó hace dos días para explicar su salida de City TV y el irremediable final del noticiero y del programa de opinión que dirigía, la periodista Claudia Palacios hizo un corto pero certero análisis de la dilatada crisis que atraviesan los medios de comunicación, yendo más allá, mucho más allá, de la situación particular que derivó en el cierre del canal de televisión de la casa editorial El Tiempo y, en consecuencia, el lamentable despido de más de cien personas:
“Los periodistas tenemos el desafío de reinventarnos desde que aparecieron las redes sociales y plataformas digitales que cambiaron radicalmente las formas de consumo, y parecieran exigir el milagro de la inmediatez, la objetividad, la calidad técnica, la profundidad investigativa y la brevedad juntas, y además gratis. Las facultades de periodismo se multiplicaron y se dedicaron a preparar gente para un oficio que requiere habilidades distintas. Es como si se acabaran las enfermedades y la gente siguiera estudiando medicina. Las audiencias fieles y críticas no son suficientes para las necesidades de los anunciantes, y las que se alimentan, y a su vez alimentan las llamada ‘fake news’, están en la trampa de creer que todo el periodismo es vendido y de apostarle a la combinación escándalo-entretenimiento.
Reconozco que en algún un espacio moderado de esa combinación está la estrategia ganadora que yo no supe crear y, por eso, asumo mi responsabilidad…”.
Por encima del mea culpa, lo que dijo Claudia tiene una profundidad que ojalá trascienda la frivolidad de los retuits y los pulgares erguidos con los que desde la distancia suelen congraciarse quienes se la pasan convencidos de que en la virtualidad de sus gestos hay una postura real, aunque en el fondo sepan que la vida no habita allí. En esta coyuntura de canales que se apagan y periódicos que se quiebran, el mensaje de la periodista tendría que convertirse en un llamado urgente a la reflexión dentro de las facultades de comunicación, que siguen haciendo del oficio más bello del mundo un negocio perverso en el que solo ganan ellos, mientras que al mismo tiempo perdemos todos.
Porque el mundo es un lugar sumamente oscuro como para prescindir de las antorchas que el periodismo enciende en los intentos por combatir la penumbra que a los poderosos les conviene mantener extendida. Lo que hacen los reporteros de raza es tan simple y a la vez tan complicado como eso: entrar a las cavernas para alumbrar lo que esconden y así advertir al resto de la humanidad sobre lo que hay dentro. Es de esa forma que todos, como especie, tenemos la oportunidad de cernir lo que la cotidianidad tantas veces nos presenta como verdad en sus mentirosos anuncios de neón.
Traductores de la realidad. Somos eso. Apenas eso. Y todo eso. Si bien es cierto que las lógicas de consumo informativo cambiaron con internet, el trabajo de las universidades no puede seguir siendo el del diagnóstico enfermizo que refiere Claudia en su despedida. Si queremos que las nuevas generaciones se formen con el ojo crítico que en el futuro nos alerte sobre el engaño, deben acabarse las clases de relleno y así, esa nefasta concepción de que los periodistas pueden ser mar de conocimiento con un centímetro de profundidad. Claro, desde las aulas necesitamos que se apropien de las nuevas tecnologías, que aprendan a rastrear bases de datos o navegar la web profunda. Con un poco de atención, aquello tiene la misma complejidad que en su momento representó pasar de la máquina de escribir al computador con mouse. Ahora el tema no está en alentar estudiantes para tuitear o hacer memes, no nos confundamos, porque así los medios seguirán siendo las mismas cajas de resonancia que hoy están condenadas a la extinción. El asunto, en estos tiempos, paradójicamente es el mismo de siempre:
formar periodistas de vocación. Periodistas que sepan sufrir como perros para vivir a través de la dignidad de un oficio, que pesar de la miseria, no se compara con ninguno más.