Esta noche Gerardo Rivera leerá sus poemas y conversará con Betsimar Sepúlveda en Poesía en la Esquina, el programa ideado por Orlando Cajamarca. Rivera es el sexto invitado de una serie que empezó con el caucano Horacio Benavides, brujo de imágenes especulares y de silencios elocuentes; siguió con el esquivo Fabio Ibarra (“Haz despertado la caricia que dormía en la palma de mi mano”); con Hernán Vargascarreño (Zapatoca, 1960), seco y monumental como el Cañón del Chicamocha; y con el madrileño Luis Antonio Villena, dandy, traductor, erotómano delicado y filólogo decadente.
El quinto invitado fue Elmo Valencia. Una sombra, un temblor, casi nada. Fue su último show.
Hoy lee y se confiesa Gerardo.
En los años 70, este bugueño presidió en Cali ‘La Corte’, una pandilla con ínfulas aristocráticas: Édgar Collazos, Carlos Alberto Guzmán, Adolfo Montaño, Henry Valencia, Orietta Lozano, José María Borrero, Olga Lucía Córdoba, Bernardo Gómez, Charly Pineda y William Ospina (Umberto Valverde y Andrés Caicedo lideraban las pandillas rivales).
La metamorfosis física de Rivera ha trazado esta parábola: en su juventud exhibió una belleza altanera, como la del Brando de Un tranvía llamado deseo; en la madurez su figura derivó hacia las esféricas formas de El Padrino; ahora es indistinguible de Whitman, incluida la barba, el sombrero, la miopía y cierta beatitud naturista (Gerardo vive en El Chicoral, en un bosque de niebla que solo rasgan los grillos, las estrellas y sus versos).
Huyó muy joven a Europa, estudió en Lieja, penó en Budapest, atravesó a pie Los Alpes, regresó a los años con el aire de una costosa importación y nos hipnotizó a todos cuarenta noches con sus relatos de un muchacho griego atrapado por un pulpo en un mar turquí, y de los marineros que apostaban a resolver nudos en las tabernas del muelle de Igumenitza, y de los cuartitos blancos de Praga (donde aprendió una cosa innombrable) y de los bosques de faisanes de Hungría y de veladas gitanas en restaurantes decrépitos sostenidos apenas por el trémolo de los violines.
Algo, que no era el tiempo, había modificado su rostro.
Y un día resolvió vivir en un pliegue de la Cordillera Occidental. Y escuchar. “Solo escuchar la lluvia y sus diminutas sílabas. Y recordar los cristalinos pájaros de tus días de niño, cuando creías. Y esperar algún regalo, aunque sea un pedazo de eternidad. Y saber que hubo en ti algo de cigüeña, de escalera apoyada en la capilla. Y descubrir que el universo puede ser un río de tórtolas y semillas”.
No es fácil cifrar en palabras la poética de Gerardo. Sus versos son inasibles. Delicados como pompas de jabón, no toleran ni el roce de un comentario. “Quiero escribir poemas alógicos”, me dijo un día, “que las palabras floten y vayan donde quieran, poemas que no signifiquen nada, sin relato, sin anécdota pero muy bellos, que se sostengan sobre sí mismos, como la fe… ah, y que haya misterio. ¡Sin misterio no hay poesía!”.
Para Betsimar Sepúlveda, “Rivera es un prestidigitador germinado en la piedra y la luz. Un monje capaz de decirnos que el amor abre una puerta y pasa perdido, hermoso como un árbol que se equivocó de sombra”.
Esta noche, a las 7:30 p.m. en el Teatro Esquina Latina, Rivera nos contará las revelaciones de la montaña, la deidad que le enseñó un ritmo para escanciar el verso, una paciencia para escuchar el silencio y una argucia enredar el tiempo.
La entrada es libre, el aporte voluntario (la vida de los anacoretas es dura).
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