Muchas cosas empezaron a cambiar en Colombia desde el 2002, cuando el triunfo de Álvaro Uribe marcó el punto de quiebre de la hegemonía liberal-conservadora, que ya contaba 40 años de inoperancia. (Aunque Uribe venía del liberalismo y su ideología era conservadora, no pertenecía a las élites capitalinas y su campaña fue suprapartidista).
Uribe derrotó a las Farc… al altísimo precio de engordar la víbora paramilitar, de manera que su balance en materia de seguridad fue perfectamente nulo. Tapó un hueco pero abrió una fosa gigantesca.
En el 2016 sucedieron dos hechos antagónicos: la firma de los Acuerdos de la Habana y el triunfo del No en el plebiscito que debía refrendarlos.
El triunfo tuvo varias patas: el poder mediático de Uribe, la maquiavélica campaña de desinformación del No, la influencia de los pastores cristianos y el odio de la opinión pública hacia las Farc, el desprecio por sus bárbaros métodos.
Las elecciones presidenciales del 2018 arrojaron resultados paradójicos: las altas votaciones por un candidato que venía de hacer una alcaldía mediocre, y por un desconocido que representaba al líder más cuestionado de la historia de Colombia.
El 2019 se abrió con el escándalo de la reedición de los falsos positivos en enero, infamia aplaudida por el Gobierno poniendo otro sol en las charreteras de Nicacio Martínez en marzo.
En octubre, el mediocre y el cuestionado fueron apaleados en las elecciones regionales. Importantes alcaldías y gobernaciones quedaron en manos de movimientos alternativos, la Colombia Humana perdió posiciones y el Centro Democrático fue derrotado incluso en Antioquia.
El 21N el país marchó con dos banderas básicas: una política social justa y el cumplimiento de los Acuerdos de la Habana. Fue una jornada en tres tiempos: cívica y ordenada en la mañana, violenta y encapuchada en la tarde y poética en la noche, cuando un concierto nacional de cacerolas les dijo no a los violentos y retomó el control de la protesta.
Vivimos un momento crucial. Se está gestando una democracia participativa, un movimiento cívico que puede fortalecer nuestra frágil democracia representativa, pero las lecturas del gobierno son ridículas: las marchas obedecen a una conspiración orquestada por los rusos o por el Foro de Sao Paulo, por Petro, Santos o Maduro…
Es una maniobra ingenua del gobierno, un torpe intento de descalificar las protestas de obreros, empleados, estudiantes, profesores, indígenas. Claro, son sectores tradicionalmente rebeldes, piensa uno, pero ¿cómo explicar que también los empresarios califiquen con pésimas notas las gestiones del presidente y sus ministros?
Todo indica que el Gobierno y el Centro Democrático insistirán en la vía del suicidio: aplicar, en un país altamente desigual, reformas tributarias y pensionales regresivas. Aumentar el pie de fuerza. Torpedear más los Acuerdos de Paz. Agudizar más la polarización. Pauperizar más la educación pública. Alcahuetear la precarización laboral. Restringir la operatividad económica de los hospitales públicos (ayer entró en vigencia una medida en este sentido).
También puede ocurrir un milagro y que el presidente considere esta frase: “El neoliberalismo de los 90 fracasó porque creyó que las fuerzas del mercado y la frialdad tecnocrática podían resolver los problemas sociales”.
Nota: esta irrefutable frase no es de Mujica ni del alcalde mediocre; la pronunció el Presidente en el congreso de Findeter en Santa Marta en diciembre.
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