El pasado 3 de junio se conmemoraron los cien años de la muerte de Franz Kafka, uno de los más importantes escritores del Siglo XX, para algunos el más significativo. Murió de tuberculosis a la temprana edad de 41 años y dejó una obra escrita parcialmente publicada en vida, porque sus tres grandes novelas (América, El Castillo y El Proceso) aparecieron postmortem, gracias a los cuidados de Max Brod, su gran amigo desde la época de la Universidad, quien no cumplió su última voluntad de arrojar al fuego sus papeles.
La mayor parte de su trabajo literario se produjo durante los años 1910, momento de quiebre de la modernidad europea. La ilusión de que la civilización había llegado a su culmen se había venido al traste con la irrupción de la Primera Guerra Mundial, que había reinstalado la barbarie en el corazón del mundo contemporáneo. Desde este punto de vista, su obra la podríamos interpretar como los prolegómenos a la secuencia de catástrofes que desde entonces hemos vivido.
La primera fuente de inspiración de su obra fue Praga (donde vivió casi toda su vida), en la que existían múltiples tensiones políticas y étnicas (nacionalismo, sionismo, cristianismo, antisemitismo) entre diversos grupos (judíos, checos, alemanes). Su familia pertenecía al sector germano judío. La ciudad parece que nunca lo ha reconocido plenamente como hijo suyo porque era judío y escribía en alemán, aunque hablaba perfectamente el checo y el yiddish.
La segunda fuente de inspiración de su vida fue su ambiente familiar, descrito en la famosa Carta al padre, punto de partida para el estudio de su obra, en la que se queja de que “las actitudes de su progenitor” “amenazaban de manera permanente su autoestima”. Con base en este documento se puede establecer una relación entre el mundo de su infancia y su trabajo artístico. El género autobiográfico y el género narrativo se confunden: sus libros se podrían interpretar como una especie de ‘traducción a la ficción’ del mundo de pesadilla, miedo, incertidumbre y culpa que describe en la misiva. Sin embargo, su ‘desazón suprema’, más que un elemento subjetivo y contingente, era una expresión del malestar de la época.
El más importante de los problemas que inspiran su obra es la soledad, la apatridad, el desarraigo. Todos sus personajes expresan a su manera este sentimiento de no pertenencia: un viajante de comercio que una mañana se descubre convertido en un ‘monstruoso insecto’ (La Metamorfosis); un gorila que quiere ser hombre (Informe para una academia); un agrimensor que ofrece sus servicios en un medio en el que no se conoce para qué sirve un tipo así (El Castillo); un hombre que se presenta ante la ley, pero nadie sabe de qué lo acusan (El Proceso). Y así.
En los Diarios (pieza fundamental de su obra póstuma) nos encontramos con un pasaje que condensa el leitmotiv de su labor artística: la incomunicación profunda que experimenta con las ideas, los valores y los supuestos de los que lo rodean. Al describir un paseo dominical al que había sido invitado nos dice: “Nos llamaban. Era maravilloso. Nosotros todos, las gentes más diversas, nos levantábamos y nos reuníamos delante de la casa…”. Pero mientras todos disfrutaban del encuentro y del regocijo general, la distancia infranqueable y la soledad se imponían en su alma. Para adaptarse, para no sentirse excluido, para unir “su voz a la del coro” habría necesitado una preparación de dimensiones considerables: “Su educación, su origen, su mismo desarrollo físico hubieran tenido que ser diferentes”.
La relación con las mujeres tampoco se pudo traducir en un compromiso efectivo y todas ellas pertenecieron más al reino de su ficción, en el mejor de los casos como interlocutoras privilegiadas de su obra a través de una profusa correspondencia: Felice, Milena y Dora. Ante este sentimiento de soledad termina por afirmar: “Yo no soy más que literatura”. No le interesaba escribir para publicar porque su trabajo de escritor era una oscura lucha contra sí mismo y sus fantasmas en la ‘penumbra de su habitación’, una habitación que es también la nuestra.