Un olvidado filósofo del Siglo XIX decía en alguna parte que los seres humanos, antes de dedicarse a los goces de la cultura, a pintar las paredes de las cavernas o a idear poesías, debían resolver sus ‘necesidades básicas’: alimentación, vestido, vivienda, salud y reproducción.

Pero ‘se olvidó’ incluir en la lista una de las principales exigencias de la vida humana: la identidad, es decir, la posibilidad de responder a la más importante y compleja de todas las preguntas: ¿Quién soy yo?, condición ineludible para la satisfacción, precisamente, de esas ‘necesidades básicas’: La precariedad de la identidad es la razón por la cual se deja de comer (anorexia), se mata o se muere, se realizan los actos más inauditos, altruistas o autodestructivos. La gran importancia de la identidad proviene de que tiene que ver con la autoestima, condición primaria sin la cual la vida no es posible.

El mejor tratadista del tema es un escritor del Siglo XVI llamado Erasmo de Rotterdam, que escribió en latín un libro llamado Stultitiae Laus, mal traducido al español como Elogio de la locura. La traducción que mejor expresa su contenido es la literal: Elogio de la estulticia. Estulticia significa aquí que la percepción de lo que somos nunca es ecuánime u objetiva. El autor recorre a lo largo del libro las más diversas situaciones de la vida (infancia, vejez, amistad, amor, enfermedad y muchas otras) para demostrar que todas ellas solo son posibles gracias a la ‘insensatez’ propia del ‘error’, la ‘ignorancia’, el ‘olvido’, la ‘ilusión’ y el ‘delirio’, que nos lleva a valorarnos y a reconocernos, a pesar o en contravía, de las circunstancias adversas que nos definen. “Eso es ser hombre”, nos dice.

Para poder ser necesitamos vivir primero en la mente de otro, sentir que alguien nos reconoce, que existimos para esa persona, que somos objeto de sus afectos: saber lo que significa un abrazo. No importa que seamos feos o bonitos, rojos o amarillos. Alguien tiene que habernos reiterado una y otra vez en la primera infancia que para él o para ella somos importantes y valiosos. Así se forma la autoestima, el principal patrimonio con que contamos para poder enfrentar la vida. Esto es fácil de entender cuando se trata de la trayectoria individual. Pero no nos hemos planteado adecuadamente que también tiene que ver con lo colectivo.

Nuestra sociedad vive un grave ‘déficit de autoestima’ en todos sus estratos, pero sobre todo en los sectores populares. La historia de Colombia la podríamos reescribir a partir de las nociones de identidad y autoestima. La presencia de Gaitán en la memoria colectiva, por ejemplo, tiene que ver con que se jugó la carta de tomar como objetivo prioritario de su movimiento populista la reivindicación de la dignidad del pueblo.

Lo hizo mal, porque quiso presentarse a sí mismo como la garantía de su integridad (“yo no soy un hombre, soy un pueblo”) sin preocuparse porque fuera el mismo pueblo el que conquistara su propio reconocimiento. Pero lo intentó y por eso pervive en el recuerdo. La historia de la violencia en Colombia es un capítulo más de la ‘precaria autoestima’ de nuestros sectores populares, arrastrados y humillados por un conflicto que los trasciende, los desconoce y los destroza.

Estas son las reflexiones dispersas que me ha suscitado en los últimos días el éxito y el fracaso simultáneos de Colombia en la Copa América. El fútbol compensa nuestro ‘precario sentido de pertenencia’, nuestro ‘desarraigo histórico’, el ‘déficit crónico de autoestima’. El problema es que parece que no podemos ganar. Cuando jugamos bien, como acaba de ocurrir, algo viene a sabotear el éxito. El partido con Argentina no lo perdimos en la cancha sino en la acción de los vándalos. Los muchachos que nos representaban, provenientes casi todos de sectores populares, marginados y excluidos, más que jugadores de fútbol, eran ‘gestores de autoestima’. Lo hicieron muy bien, pero desde la calle los derrotaron sus propios compatriotas.