Cali, la ciudad de los siete ríos y de la brisa que discurre por la avenida Colombia. Donde entierro mi talismán encantado. Donde vive un hermano entregado a Cristo y seis hermanas a sus respectivos maridos. Donde funciona el Santa Librada College, fundado por el general Santander en honor de una santa con barbas que crucificaron. Donde los pies son dioses consagrados a las pasiones del fútbol y de la danza.

Lo que conservo de Cali lo transporto en mi maleta viajera: la camisa de cuadros, el CD con los éxitos de una parranda en Juanchito, el álbum de recortes con mis columnas de prensa, el botón de los Juegos Panamericanos, un gato en madera de balso de Tejadita, una piedra del charco del burro, el diploma de bachiller honoris causa, la brocha de afeitar de papá, unos cucos de Evangelina, un frasquito con perfume de camias y dos pepas de chontaduro.

Mientras más lejos estoy de Cali en el espacio y el tiempo más duro me pega en el hueso. Por eso tanta nostalgia, tanta añoranza, tanto recuerdo en los textos que escribo semana tras semana para los míos. Pero a pesar de que me esfuerzo por escribir mejor cada vez, por combinar milagros sentimentales con desencantos marciales, por seguirle a la vida el ritmo de la milonga, por poner las palabras en contacto para despertar la sonrisa, parece que no cayera grato en el pabellón de la oreja de los lectores. Ni siquiera cuando toco temas tan sensibles y delicados como una caricia de madrugada o la existencia de Dios.

Los comentarios de estos acuciosos lectores se centran en que mis percepciones obedecen, más que a mis interrogantes al absoluto, al consumo de Absolut o basuco. Eso me pasa por mantener encendida la brasa del nadaísmo. Palabra que al final nadie entendió ni nos perdonó. Mas digan lo que piensen seguiré diciendo lo mío. Como arenga o protesta, como lamentación o canción.

Roma es la ciudad de las siete colinas, y Cali la ciudad de los siete ríos, como recuerdo haber anotado al comienzo. Aguacatal, Cañaveralejo, Lili, Pance y Meléndez, que desembocan en el río Cali que desagua en el Cauca. Casi ninguna otra ciudad del mundo goza de tal privilegio, y si lo gozara no se daría el lujo que se da la ciudad de acabar con ellos. Lo único destacable de esta cuenca hidrográfica es la riqueza natural de que en ella existen 700 especies de aves. Y el problema para estas aves comienza en que están comiendo y bebiendo física mierda.

A partir del barrio La Isla y hasta su amarga desembocadura, recibe el río Cali la más alta descarga contaminante, en forma de “basuras, escombros, materia orgánica, detergentes y las cañerías de las viviendas asentadas en su orilla”, revela un reciente informe. El río Cañaveralejo es afectado por la explotación de las minas de carbón, basuras, tala y quema de árboles. El Meléndez pierde la mitad de sus aguas alimentando el acueducto de la Reforma. El Aguacatal, Cañaveralejo y Lili sólo se pueden utilizar para la recreación en sus primeros kilómetros, pues sus aguas se perratean al ingresar en la zona urbana. El Aguacatal llega casi moribundo a tributar al río Cali. El Pance es el único que todavía presenta aceptables condiciones; sin embargo, la CVC autorizó la explotación de piedra, lo que puede afectar su caudal y limpieza, y ya Emcali va por sus aguas para un nuevo acueducto que abastezca el sur. Y que siga la fiesta contaminante.

Escribí y publiqué esta columna en abril 25 del 06, y ahora que por estar algo enfermo se me dificulta la concentración, la rescato de mis archivos para que vea la ciudadanía si se sigue en las mismas, o si ya nuestros siete ríos discurren con la majestad que ameritan.