La calle es larga y empedrada, flanqueada hoy por el bullicio de varios colegios, pequeñas taquerías y librerías. Entre las losas del parque, un grupo de músicos venidos de Yucatán, hacen sonar una marimba y un arpa. Las monedas también hacen música al caer dentro del sombrero. Este es el distrito de Coyoacán en México DF, una de las ciudades más pobladas del mundo. Entre el humo de las taquerías y el entusiasmo de un hombre que parte una pirámide de carne entre trozos de piña, van raudos los Volkswagen verdiblancos que identifican a los taxis de la urbe.

El símbolo de Coyoacán en el metro del DF, donde vivió su mejor vida la pintora y pionera del feminismo americano, Frida Kahlo, es un coyote aullando al cielo, el mismo cielo de plata martillada que hoy ha ido desapareciendo entre nubes de alquitrán. Cerca de su casa de amplias ventanas, convertida hoy en museo, hay otra vivienda con un gallinero vacío en el traspatio y almendros que dejan caer sobre la tarde un polvo cobrizo parecido al olvido. Ahí ondean las banderas de México y de la vieja URSS; fue la casa de León Trostky, y tiene aún en sus paredes los forámenes de varios disparos hechos por comunistas mexicanos fieles a Stalin, en una noche que ya el tiempo borró.

Entre la casa de Trotsky y la de Frida mediaban apenas diez minutos; ella iba a tomar bebidas frías con él, mientras el viejo soldado se atareaba correteando gallinas o sembrando hortalizas. En estas mismas casas, la de Frida y la de Trotsky, nació la amistad y el amor con el muralista Diego Rivera, a quien Frida veía como un ídolo zapoteca. Esta mujer diminuta y fuerte como un roble incorporó a su cultura el saber oculto de los indígenas mexicanos y se hizo retratar con Rivera, como si estuviera al pie de un trasatlántico.

Recreo estas memorias desde la casa de la Kahlo, como si penetrara en la estupenda película protagonizada por Salma Hayek, en la que podemos escuchar también, entre penumbras, a Chavela Vargas. Batió récords de ventas en Nueva York, el CD de la Vargas grabado en vivo en Carnegie Hall, con presentación de la Hayek. El filme tuvo un antecedente importante en la película de Rubén Blades, sobre la vida de Rivera. Ahí, un instante tremendo, cuando Frida, en Nueva York, insulta a Rockefeller porque ordena retirar la figura de Stalin del mural que hiciera su marido.

La Frida de la Hayek no sólo tuvo las cejas juntas y las clavículas profundas, sino toda la mala palabrería que distinguía a la pintora mexicana cuando alguien bordeaba los terrenos de su chingada vida. “Todos los mexicanos son hijos de la chingada”, afirmó una vez el poeta Octavio Paz; la ‘chingada’, en la jerga de México, es la rota, la que se rajó, y está representada por una mujer. Frida Kahlo conocía esos antecedentes y se comportaba como lo macha que era, con revólver al cinto y un genio mezcla de chile poblano y chile habanero.

Frida sumó a su temperamento, el de ser una mujer desafiante, en un momento en que esto tenía un alto costo para cualquiera en el mundo; un sentido de independencia. Se sumó al partido comunista, pero ello no le impidió ser amiga de Trotsky, y se hizo retratar como una ninfa, de seda blanca hasta los pies vestida, con la hoz y el martillo sobre su regazo, en uno de los instantes más ‘kitsch’ del arte latinoamericano.

Nunca alcanzaremos a comprender de dónde venía la fuerza de esta mujer inválida e irritable, por cuyo carácter cualquier artista daría la vida.