Con demasiada frecuencia se habla, se debate, sobre los términos pobreza y riqueza, con argumentos y razones que, sin darnos cuenta, están limitando el diálogo entre ambos conceptos. Un diálogo que, aunque en apariencia puede parecer muy rico, no lo es por lo extremo de sus términos y, por consiguiente, el escaso margen de entendimiento que esos dos extremos, pobreza versus riqueza, puede tener.
Podríamos decir que en un mundo más o menos pobre, se establecen de forma natural mecanismos de solidaridad en los que se comparte desde bienes hasta trabajo. Hay una especie de resignación positiva que provoca cooperación entre todos para salir adelante. Existe, podríamos decir, una dignidad común en la forma de vida individual y compartida.
Ahora bien, imaginemos ese mundo, esa comunidad de la escasez que tiene como vecino un núcleo habitacional de lujo, dotado de todos los elementos necesarios e innecesarios para llevar una vida deslumbrante por parte de quienes lo habitan. Es fácil suponer que a aquellos que viven con carencias y las asumen, se les instale en sus cabezas individuales y en su entender colectivo la incomprensión, esa que lleva a deducir lo injusto y que como consecuencia última provoca el abandono de la resignación para dar paso a la indignación. He aquí, pues el nacimiento de la desigualdad, ese mal que aqueja a todas las sociedades, a unas más que a otras. La nuestra no sale bien parada, precisamente, en la comparación.
Como en esta reflexión no se trata de caer en el simplismo de pobres contra ricos o viceversa, sí es conveniente resaltar que estamos viviendo en un planeta de recursos limitados y que el desarrollo constante no significa necesariamente mayor bienestar o mayor justicia social. Los parámetros actuales sobre el PIB por ejemplo de cada país, ya no significan lo mismo que significó lo que algunos autores llaman “gran redistribución”, que se dio en el período 1914-1980.
Hoy ese dato de riqueza, sin duda más alto que el de entonces, indica una mayor acumulación, pero no necesariamente una mejor distribución de la misma.
Está claro, pues, que crecimiento no supone necesariamente igualdad. Más aún, no puede existir el tan cacareado desarrollo sostenible si previamente no se miden y valoran los niveles de desigualdad, tratando a esta en términos de acceso a la educación, salud, empleo digno, entre otros. No olvidemos que una de las consecuencias de la desigualdad en Colombia son los altos niveles de corrupción y violencia.
Podrían ser muchas y extensas las argumentaciones sobre la desigualdad en Colombia. No obstante, quiero aprovechar este espacio para hacer un llamado a todos los sectores de la vida urbana y rural del país: políticos, empresarios, dirigentes gremiales y sindicales, asociaciones culturales, sociales y religiosas, para que se abran a la reflexión y al diálogo y, unidos en la diferencia, ayuden a detectar los problemas que originan la gran desigualdad que estamos padeciendo y con sentido de Estado seamos capaces de mantener la unidad para rebajarla a mínimos soportables. Sería un paso gigantesco para Colombia.
En ese propósito es fundamental la cooperación y el trabajo conjunto entre el gobierno nacional y los gobiernos regionales y locales.