El ego, esa voz interna que afirma quiénes somos, qué queremos y cómo deseamos ser percibidos, es un componente esencial de nuestra identidad. Sin embargo, como una moneda de dos caras, el ego puede ser tanto una barrera como una herramienta para nuestro crecimiento personal y nuestra contribución a la sociedad. Comprender esta dualidad nos abre las puertas a un cambio profundo, tanto a nivel individual como colectivo, permitiéndonos actuar desde un lugar de autenticidad, respeto y conexión con los demás.

El término ‘ego’ proviene del latín y significa ‘yo’. Es esa construcción mental que define nuestra percepción de nosotros mismos, el ‘quién soy’ que guía nuestras acciones y decisiones.

El ego es fundamental para nuestra supervivencia y desarrollo. Nos permite diferenciarnos, tomar decisiones y construir un sentido de propósito. Sin un ego saludable, perderíamos nuestra capacidad para establecer límites y perseguir metas. Sin embargo, cuando el ego es quien domina, el equilibrio se rompe, dando paso a conductas que generan conflictos.

Un ego inflado o descontrolado, nos desconecta de nuestra verdadera esencia y de quienes nos rodean, generando una obsesión por siempre destacar, que puede llevarnos a ver a los demás como rivales en lugar de aliados. Un ego rígido no tolera las críticas ni el cambio, limitando nuestra capacidad para aprender y evolucionar.

A pesar de sus peligros, el ego tiene un lado positivo cuando se maneja con equilibrio y consciencia. Un ego saludable nos permite crecer como individuos y contribuir al bienestar colectivo. Nos impulsa a buscar metas significativas y a esforzarnos por alcanzarlas, fomentando nuestro desarrollo personal y profesional. Un ego equilibrado nos da la seguridad de actuar desde nuestras fortalezas, sin necesidad de compararnos con los demás y así, al reconocer nuestro valor individual, podemos trabajar con otros desde el respeto y la complementariedad. Y por supuesto, un ego consciente nos inspira a trascender nuestras necesidades personales y a pensar en el impacto que generamos en el mundo.

El mundo actual enfrenta desafíos que exigen más unidad y menos individualismo. La crisis climática, las desigualdades económicas, los conflictos sociales; todos estos problemas son exacerbados por egos descontrolados que priorizan el beneficio personal sobre el bienestar colectivo.

El ego, si lo gestionamos con sabiduría y coherencia con nuestros principios, puede impulsarnos a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos, pero no para destacar o imponernos, sino para servir a los demás desde la autenticidad. En lugar de vernos como individuos separados que compiten por recursos o reconocimiento, podemos adoptar una visión más amplia. Somos parte de un todo, y nuestras acciones individuales tienen un impacto colectivo. Si transformamos nuestro ego en una herramienta para el bien común, podremos construir una sociedad más justa, equitativa y compasiva.

El cambio que queremos ver en el mundo comienza con nosotros mismos. Al transformar nuestra forma de pensar y actuar, influimos directamente en quienes nos rodean. Si cada uno asume esta responsabilidad, el impacto será exponencial. Si deseamos mejorar el mundo, debemos empezar mejorando nosotros mismos.