Colombia ha dado un salto en materia de educación superior en los últimos 30 años. De una cobertura del 15% en 1992 pasó a una del 55% en 2022; 20% de los programas de pregrado tienen acreditación de alta calidad (1.637 de 7.851) y; 60% de los jóvenes que ingresan provienen de hogares con ingresos menores a dos salarios mínimos al mes y 56,8% están en pobreza extrema o moderada (Cálculos LEE-Javeriana/Min Educación).
Eso no ha sido fruto del azar, sino de un esfuerzo estatal y privado: de 84 Instituciones de Educación Superior, IES, oficiales y 216 privadas; de sus directivos, equipos docentes y administrativos, que han ampliado la oferta, mejorado la calidad de sus programas y dando la oportunidad de estudiar a jóvenes de menores recursos. Tan es así que 68% de los estudiantes de estratos socioeconómicos 1 y 2 están matriculados en IES privadas.
Pero el reto es enorme. A las brechas sociales y regionales, la concentración territorial de instituciones y programas, la baja tasa de tránsito inmediato a la educación superior, la deserción y baja calidad de muchos programas e instituciones, se suman los desafíos de un mundo global en el que la innovación, la tecnología, la virtualidad, las plataformas digitales y la inteligencia artificial, impactan continuamente todo el proceso educativo.
De ahí la pertinencia de una ley estatutaria para la educación, que incluya la superior. Pero no la aprobada por la Cámara y que inicia su estudio en el Senado. Por tres razones: es inviable fiscalmente, es discriminatoria entre grupos poblacionales, e invisibiliza y desconoce a las instituciones privadas. Es decir, en nombre del derecho fundamental a la educación establece un marco legal para avanzar en la estatización de la educación.
Indica el Laboratorio de Economía de la Educación de la Javeriana que la ley tendría un costo de $40,8 billones adicionales al año; $24,4 billones solo para educación superior. Sin contar calidad, infraestructura, tecnología y mejores condiciones para los docentes. Duplica por arte de magia el presupuesto del sector; dos tributarias como la del 2022. ¿De dónde saldrán los recursos? Al paso que vamos, claramente no será de Ecopetrol.
El proyecto reconoce en especial el derecho a la educación de los campesinos, jóvenes en extra-edad, adultos y mayores, discapacitados y víctimas del conflicto, lo que suscita discusión. También incluye reincorporados o en reincorporación, jóvenes privados de la libertad y pueblos étnicos; quien no encaje en las primeras y no clasifique en las tres últimas ‘categorías premium’ del Presidente tendrá un derecho a la educación, inferior.
Lo más delicado es que apunta a atrofiar la educación privada, iniciando por la superior. Salvo tímida alusión a personas jurídicas privadas, su enfoque es estatista. En ninguna parte precisa que el sistema es mixto, que la educación independiente de quien la preste se entiende pública, que los estudiantes tienen derecho a elegir dónde ir, y que es deber del Estado ayudar a los más pobres, sin perjuicio de si la institución es oficial o privada.
Marchitar la educación privada es el siguiente paso en la agenda de estatización. Salvo becas y créditos especiales, los jóvenes de escasos recursos tendrán que ir a una oficial pues a juzgar por el proyecto y lo señalado por el Presidente, la financiación estatal para los que quieran ir a una privada languidecerá, acrecentando la inequidad. Más, dado el ingrediente fiscal. Y tendrán prioridad los indígenas del Cric, los de la primera Línea, los que están en la cárcel y los exguerrilleros. De resto, bien. ¿Senadores, qué van a hacer?