El fin de semana tuve la fortuna de quedarme a dormir en la casa de mi madre. Pasamos un tiempo maravilloso, compartiendo risas y momentos especiales y me recordó la fortuna de tener a los mejores padres del universo. Mi papá me acompaña y me abraza desde el cielo y mi mamá es mi gran compañía y mi sostén.
Durante ese fin de semana, vimos juntas una película en Netflix que me gustaría recomendar muy especialmente a todos: ‘La familia tiene un precio’. La trama gira en torno a dos padres desconsolados que, al notar que sus hijos ya no quieren estar con ellos, inventan una herencia ficticia para reunir a la familia en Navidad. Una vez que los hijos se enteran de ella, comienzan a acercarse más a sus padres.
Esta comedia no solo nos hace reír con sus situaciones cómicas, también nos lleva a reflexionar sobre cómo cuidamos a nuestros padres y si les proporcionamos el amor que merecen. A menudo, olvidamos que antes de ser nuestros padres, eran individuos con sueños, anhelos y deseos propios. Muchos abandonaron o postergaron esas aspiraciones para entregarse a la nueva vida que comenzó con nuestro nacimiento. Desde el momento en que nuestras madres nos llevaron en su vientre, nos alimentaron y protegieron, se tejió un vínculo irrompible. Sus manos, que una vez nos sostuvieron en nuestros primeros pasos, merecen ahora nuestro cuidado y respeto mientras envejecen. La dedicación de nuestros padres no conoce fronteras ni horarios. Han renunciado al sueño por nuestras pesadillas, han enfrentado nuestras fiebres y miedos nocturnos. Cada visita al médico, cada abrazo que calma nuestras lágrimas, encierra un mensaje de amor y protección que, a menudo, damos por sentado.
Nuestra tendencia a envolvernos en nuestras propias vidas, carreras y relaciones puede, involuntariamente, situar a nuestros padres en una encrucijada de soledad y melancolía, una fase donde quizás sus corazones palpiten con un deseo no expresado de simplemente ser vistos, escuchados y amados con la misma intensidad y sin restricciones con la que ellos nos han amado.
En un mundo donde lo superficial suele ganar terreno, debemos elevar nuestra mirada hacia ellos, no como una obligación, sino como un gesto genuino y profundo de amor y gratitud. Es un llamado a honrar su presencia, sus sonrisas y sus lágrimas, sus historias y sus sacrificios.
No esperemos a que el tiempo nos quite la oportunidad de decir “te amo”, de preguntar cómo ha sido su día o de simplemente estar allí, siendo un refugio, así como ellos lo han sido para nosotros. Amar y cuidar de nuestros padres es una forma de devolverles, aunque sea en mínima parte, lo que han hecho por nosotros.
Es un recordatorio de que la familia, con sus imperfecciones y desafíos, es un puerto seguro. Aprovechemos cada instante con ellos, abracémoslos y cultivemos la paciencia y la compasión que requieren, tal como nosotros las necesitábamos en nuestra infancia y juventud. No esperemos hasta que sea demasiado tarde para ofrecerles amor incondicional; ese remordimiento se clavaría como un cuchillo en el corazón, dejando una herida que jamás sanará.