El amor por la naturaleza es un invento del romanticismo del Siglo XVIII. Antes era la gran enemiga. La historia de la humanidad puede resumirse como una lucha contra los elementos.

El hombre, criatura insignificante frente al poder de los rayos, las inundaciones, los terremotos, los huracanes, las inclemencias del invierno helado o del verano agobiante. Las sequías. El mar embravecido. A cada poder sin control le inventaron un dios implacable para tener a quien rogarle misericordia. Todas las religiones, sin excepción. Dios nace del temor del hombre por la naturaleza.

Pero el romanticismo, que es el sentimiento frente a la razón, descubre la belleza del mundo natural. Lo inventa. Un jardinero como Capability Brown, cuya vida transcurre en Inglaterra en el Siglo XVIII era un diseñador de paisajes, no de jardines. Lo que hacía era recrear una naturaleza idílica donde ningún árbol estaba fuera de lugar.

John Constable, el gran paisajista inglés, cuyo trabajo se hace en parte en el Siglo XIX, pinta en su estudio paisajes imaginarios. La misma idea de Capability Brown de la recreación estética de lo natural. Los jardineros paisajistas posteriores no hacen sino copiar sus cuadros. La naturaleza imita al arte.

La revolución industrial que despega en forma a fines del Siglo XIX le pierde el miedo a la naturaleza y decide controlarla.

Convertir su fuerza en energía. Sacar el carbón de las minas para convertirlo en el vapor que va a echar a andar las máquinas, los trenes y los barcos. Ya en el Siglo XX extraer el petróleo de pozos profundos para mover carros y aviones. Dominar la tierra, el mar, el espacio. El hombre moderno decide abolir los dioses, convertirse en uno de ellos y como los dioses antiguos ejerce un poder absoluto que lo lleva a perder el control. Un aprendiz de brujo.

El Siglo XXI hace un descubrimiento asombroso: el del mundo natural explotado sin miramientos por la industrialización. Ya no es el poeta mirando un paisaje desde la cumbre de una montaña como en la famosa pintura de Caspar Friedrich, “El caminante sobre el mar de nubes”, sino el explorador científico que husmea en las profundidades de los océanos y de las selvas y denuncia que toda esa maravilla está en peligro de extinción.

La conciencia de la ecología nace de esas exploraciones que dan cuenta de la fragilidad del equilibrio natural, de la irresponsabilidad de su explotación sin límites, de la necesidad de limpiar el aire y las aguas, para sobrevivir como especie.

Reuniones convocadas por las Naciones Unidas sobre protección de la biodiversidad y el cambio climático, que nacen en la Cumbre de la Tierra reunida en Río de Janeiro en 1992, denominadas COP, entre los signatarios de los respetivos tratados, son un intento internacional de crear compromisos entre los países para que el crecimiento económico, que es una necesidad imperativa de la mayoría de los firmantes, se haga de modo sostenible, no en contravía de la protección de los recursos naturales. Con pocos resultados, hasta ahora.

Es una especie de revolución industrial al revés, no para explotar la naturaleza sin control, que enriqueció a tantos países hoy desarrollados, sino para crear un ambiente industrial en armonía con el mundo y su belleza, con acciones prácticas y evaluables. Un Tratado de Paz con la naturaleza, que es el lema de la COP16 que en buena hora se reúne en Cali.