Los gobiernos autoritarios tienen una habilidad fascinante para reinventarse sin cambiar en esencia. Para ellos, el poder no es una posesión temporal ni algo que deban compartir, es una extensión de su ser, algo que necesita mantenimiento constante para no desmoronarse. Y cuando las cosas empiezan a oler a podrido, cuando las grietas se hacen evidentes incluso dentro de sus propias filas, recurren a la herramienta más efectiva de su arsenal: la purga.
¿Qué es la purga, en términos políticos? No es simplemente eliminar la oposición. Eso lo hacen a diario. La verdadera purga es más sofisticada: consiste en desprenderse de los que ya no sirven dentro del propio régimen, aquellos que se vuelven incómodos, peligrosos o, peor aún, prescindibles. Es un ciclo eterno de autopreservación, donde el líder elimina piezas para renovar la imagen de control absoluto, manteniendo el aire de invulnerabilidad mientras cambia algunas caras para que todo siga igual.
El modelo es siempre el mismo. El líder, con una teatral autoconfianza, anuncia grandes reformas, nuevos comienzos y ajustes necesarios para ‘mejorar’ la situación del país. En realidad, se trata de una estrategia cuidadosamente diseñada para cortar las ramas secas antes de que estas empiecen a amenazar su propio poder. Los que caen en la purga suelen ser leales que se han convertido en lastres o competidores silenciosos que han acumulado demasiado poder o influencia. En palabras más simples: son sacrificios oportunos, no por el bien de la nación, sino por la supervivencia del régimen.
Nicolás Maduro ha perfeccionado esta práctica en Venezuela, eliminando de sus círculos a aquellos que huelen a traición o a los que, paradójicamente, aplicaron demasiado bien sus propias reglas. Pero no es un caso aislado: lo mismo ocurre en otros regímenes. El poder absoluto necesita limpiarse constantemente para mantenerse ‘puro’, al menos en apariencia.
China, bajo Xi Jinping, también ha sido un escenario de purgas periódicas, siempre bajo el pretexto de luchar contra la corrupción. Los caídos son, por lo general, altos funcionarios que alguna vez estuvieron cerca del trono, pero que, por razones internas y desconocidas para el público, se convierten en enemigos. Lo irónico es que estos mismos personajes contribuyeron a construir el sistema que ahora los consume. Aquí, la purga no es una muestra de fuerza, sino una advertencia: nadie, excepto el líder, es imprescindible.
El mismo guion ha sido utilizado en Turquía por Recep Tayyip Erdogan, quien, después del fallido golpe de Estado en 2016, realizó una limpieza masiva en el ejército, el poder judicial y hasta en la academia, no tanto para eliminar a los traidores, sino para garantizar que ningún futuro adversario tenga los recursos para desafiarlo.
La purga, entonces, es mucho más que un ajuste estratégico. Es el síntoma de un régimen que sabe que su estabilidad es frágil y que la única manera de prolongarla es eliminando, periódicamente, a aquellos que han dejado de ser útiles. Los gobiernos autoritarios viven en un estado de paranoia controlada, donde incluso los aliados más cercanos son, en algún momento, potenciales traidores. La purga es su antídoto: un ciclo necesario de sacrificios para mantener la ilusión de control y perpetuar su permanencia en el poder.
Los ajustes periódicos eliminan lo que huele a problema. Aquello que no representa la magnífica y espectacular de la esencia de un mandatario. Se purga el entorno también incluso señalando a lo incómodo como mafioso o como muñec@ de la mafia. Así toque usar una rimbombante soberbia misógina desde el galillo.