Lisa, de 3 años, es una niña ansiosa, aprehensiva y triste. La madre no había pensado que tales características podían ser anormales, pero su vecina le abrió los ojos pues su hija, de la misma edad, era alegre, comunicativa y llena de vida. Hacer esa comparación la llevó a concluir que necesitaba consultar a un especialista por el caso de su hija.
La resistencia del esposo y en especial la de sus propios padres, la ponen a dudar sobre la necesidad de una consulta para la niña, pues argumentan que ella “vive preocupada por todo, y no tiene derecho a concluir que la niña tiene un problema mental”.
Después de muchas consideraciones, la logra llevar a consulta psicológica, donde finalmente se le hace un diagnóstico de depresión tanto a la niña como a la madre.
La resistencia a aceptar la depresión es una fuente perenne de frustración para los especialistas en comportamiento. La cadena de la resistencia comienza con el paciente adulto: “Yo no estoy deprimido. Simplemente estoy agotado por todos los problemas que tengo encima”.
Continúa con el escepticismo de la familia que así no lo diga, prefiere que su pariente tenga cáncer, que tener que aceptar que sufre una depresión, que en secreto ellos equiparan a la locura. Y sigue cuando el paciente abrumado por sus síntomas llega al sistema de salud en busca de ayuda y tampoco encuentra quien le haga un diagnóstico porque es un régimen que no está diseñado para prestar atención a los problemas emocionales, ya sea por falta de tiempo, formación adecuada o interés en asuntos que se salen de lo estrictamente físico. En consecuencia, el sistema interpreta las quejas del paciente como originadas en disfunciones orgánicas y procede a tratarlas como síntomas físicos, sin considerar las manifestaciones emocionales subyacentes.
El caso de Lisa se menciona para ilustrar que la depresión ocurre a cualquier edad. Una importante investigación longitudinal de la Universidad de Montreal* confirmó la forma como evolucionan, con el paso del tiempo, los síntomas depresivos en niños muy pequeños hacia manifestaciones más severas de depresión. El estudio incluyó 1758 niños entre los 5 meses y los 5 años que fueron evaluados anualmente durante 60 meses y demostró, entre otros interesantes hallazgos, que el 15 % de ellos presentaban síntomas de depresión y ansiedad. Y que los niños con mayor riesgo de depresión eran aquellos con madres depresivas y aquellos con temperamentos más difíciles, incluso desde los 6 meses de edad.
Es fundamental ilustrar a los padres, a las familias y las instituciones educativas sobre el reconocimiento de los signos y los síntomas de los trastornos mentales y en especial de la depresión.
Si es posible reconocer estos síntomas en niños tan pequeños, es mucho más factible reconocerlos en adultos a quienes se les puede indagar a través de cuestionarios sencillos al alcance de cualquier persona**.
De esa manera se estaría contribuyendo a vencer la brutal resistencia a aceptar la depresión que existe a todos los niveles.
*Cote, S. et al J. Child Psychol and Psychiatry, 2009, Oct;50(10): 1201-8
** Climent, C. Depresión. La enfermedad sin voz, Panamericana 2023.