La noticia parece salida de otra era, de otro milenio, de otra especie. En Afganistán los talibanes han prohibido el sonido de la voz de las mujeres en público, y esto incluye cantar, recitar, hablar frente a micrófonos y leer en voz alta.
El Ministerio afgano de la Virtud y el Vicio, que así se llama semejante esperpento, considera la voz femenina un “atributo íntimo” que no debe ser hecho público, pues atenta contra la virtud suprema de la “modestia”.
Y nos parece que la voz femenina está minimizada allá, lejos, muy lejos, en otro planeta distinto al nuestro. Decimos, “qué bárbaros talibanes” y nos consolamos por vivir en un hemisferio distinto.
Y claro, en parte eso es cierto, pero hay otras formas de censura de la voz que son más invisibles, menos escandalosas y más “normalizadas”.
Este asunto de la modestia también tiene un germen vivo y operante entre nosotros.
Es la modestia incorporada y normalizada la que hace que en los periódicos sean mucho más publicadas las voces de expertos masculinos. No necesariamente porque ellos callen a la fuerza a las mujeres, sino porque ellas mismas, al ser consultadas como fuente periodística, prefieren que hable su jefe, que salga citado el nombre de otro, que se lleve el crédito, así la experticia sea de ella.
La peor forma de censura es la autocensura. Peor aún es la autocensura por modestia. O validar la modestia como excusa para la pérdida de la voz.
Exageración, dirán algunos. Los invito a contar el número de columnistas mujeres en los medios colombianos, y verán que la proporción es inmensamente inferior. O el costo personal y moral que pagan las periodistas más osadas por disentir del relato oficial.
Una de las trabas más grandes que constato, a la hora de acompañar a las mujeres a escribir, es esa modestia profunda, de raíces hondas, emparentada con el pánico a la visibilidad y el entrenamiento social para el silencio sepulcral.
Está el conocimiento, están la experiencia y la validez del tema. Y sin embargo, en el fondo del alma femenina, no en Afganistán sino en casa, pesa ese miedo terrible a que lo que tienen que decir no sea importante, o pueda traerles más visibilidad de la socialmente ‘permitida’.
Cómo sana el ejercicio de leer en voz alta frente a otros. Tiembla la voz femenina, tropiezan las cuerdas vocales con las trampas del llanto, y un pánico desértico, de terror antiguo, acorta la respiración hasta ahogar la palabra.
He sido testigo de la liberación de muchas mujeres que se atreven a leer en voz alta, frente a otros, aquello que han escrito en la intimidad. Por eso dedico esta columna a pensar en la voz.