Unos viejos amigos que hace días no venían a Cali quedaron maravillados con nuestra ciudad, en comparación con lo que les tocó vivir en las épocas del tal estallido social que tuvo más de revuelta anárquica que un justo clamor de unos jóvenes, en su mayoría, reclamando mayor atención y lo cual, y en este caso, generó la creación de varias fundaciones que están ayudando a miles de muchachos que han encontrado su norte.
Estos amigos dijeron que habían vuelto a vivir la Cali que se ha ido perdiendo y que se quiere recuperar con una administración seria, honesta y volcada a servir a los demás y quienes, al preguntarles por lo que más habían disfrutado aquí mencionaron entre otras cosas los choclos de la Circunvalación, lugar al que fueron varias veces manifestando que esa delicia solo se podía saborear aquí.
Estamos hablando de esos puestos improvisados que arman unas simpáticas morenas llevando su fogón y su carbón al caer las tardes, algunas sillitas rimax y asan unos apetitosos choclos a los que les echan mantequilla, sal y algún ‘bienmesabe’ y los ponen a dorar y/o a tostar.
Lo anterior, con el bouquet de los exostos que emanan los carros, les da un sabor inigualable, acompañados de una gaseosa, una cervecita y que sé yo que otro aderezo.
Vecino que fui en mí ya lejana adolescencia del Parque del Acueducto, hoy recuperado incluyendo la zona aledaña a la Estatua de Belalcázar (por las administraciones de Guerrero II y de Armitage) es allí donde se ubican estos pintorescos ventorrillos que han ido creciendo desde las épocas de las novenas al Niño Dios perpetradas por el Padre Hurtado Galviz, Santo Varón de grata recordación.
El anterior comentario lo repetí en una reunión de amigotes y me cayeron encima, acusándome de alcahuetear a estos invasores de un parque sagrado que está siendo profanado por unas “negras cochinas que han vuelto eme el entorno”, y que además obstaculizan la vía porque los carros que allí se parquean -incluyendo las desafiantes Toyotas- generan unos desesperantes trancones porque inhabilitan un carril tanto de subida como de bajada.
Y agregaron que había que levantarles esos chuzos y judicializarlas con el empleo de la fuerza bruta, porque no se puede seguir permitiendo que unos desechables vendan hasta marihuana y bazuco (eso me lo dijo una encopetada señora) y que se tiren la movilidad.
Yo les contesté que había que analizar el caso, advirtiendo que esas medidas extremas conducían a la violencia, etc. Y, ¿saben qué me dijo alguien? Que me había vuelto petrista.
No quise ahondar en esa discusión y camino a mi casa, arrimé con mi pichirilo a donde venden las mazorcas, pedí una bien saladita e inspeccioné el lugar que sí parece un chiquero. Advertí que son familias enteras las que manejan cada puestico y ponen hasta música en un ambiente festivo y alegre.
Ello me puso a pensar en quién tiene la razón, si las invasoras chocleras o las víctimas del trancón que allí se forma, y creo prudente que haya una concertación entre las dos partes, para lo cual la administración Eder debe tomar cartas en el asunto dentro de un clima de respeto y de inclusión.
¿Qué opinan los lectores? Escríbanme al correo mariofernandopiamo@gmail.com.
PD. Yo hablo bien de Cali.