Cuando José Luis Rodríguez Zapatero llegó a la presidencia de España, expresé que empezaba a gobernar desde ‘La Gijonenca’, el café ‘progre’ de Madrid, donde, entre el humo de cigarrillos Ducados todavía se recita a Miguel Hernández, se recuerda a los caídos por la república y se discute aún sobre la hora exacta en que Federico cayó en Granada.

Zapatero, como sus aliados del Partido Socialista Obrero Español, Psoe, pareció ignorar el tiempo y continuó, al menos en su discurso, inmerso en una España que a todos nos tocó el corazón desde la Guerra Civil y su poesía. La integración y alianza de España con la comunidad económica europea permitió que se le reconociera en el concierto mundial como protagonista fundamental del equilibrio sociopolítico.

De entrada, sin medir consecuencias, Zapatero dijo que traería a casa a los 1.300 soldados españoles que permanecían en Irak, borrando de un dedazo el famoso pacto de Las Azores, en el cual el Reino Unido, Estados Unidos y España firmaron la Gran Alianza para derrocar a Saddam. El costo de esa firma por parte de los peninsulares fue alto; España apareció ahí como una nueva potencia económica y militar –así lo querían sus centros de poder- y se insertó aceleradamente, con salto de conejo, en el Club de las Superpotencias, por encima de Francia, Italia y Alemania, naciones europeas que desaprobaron la invasión a Bagdad.

Quienes visitamos España en la era Aznar, pudimos comprobar hasta dónde fue, en lo económico, la consecuencia de ese pacto. La España de hoy no se parece en nada a la vieja península, a la de la apertura después de la muerte del Generalísimo; es un país, quién lo duda, del primer mundo, donde todo resulta más costoso que en Nueva York o París. El turismo, la principal industria nacional, no vio crecer jamás sus arcas como ahora; la denominada industria sin chimeneas revienta en Euros; hoteleros y representantes de servicios turísticos en general, están archimillonarios. Ellos solos podrían pagar la deuda de seis naciones africanas, y les alcanzaría aún para conjurar la de Argentina y otras naciones del sur de América.

Para nadie es un secreto que la economía mundial funciona con base en tratados, en pactos y también en vetos. Todavía no alcanzamos a medir la consecuencia colateral, en la historia, que traerá para Colombia la ruptura con Israel. En este ajedrez mercantil, Estados Unidos es el líder; fija precios, cuotas, aranceles, exención de impuestos, gabelas, préstamos, un mundo que a muchos no gusta, pero que es el mundo real, el del capitalismo triunfante. Me pregunto si Zapatero tuvo el apoyo del Rey y de la archimillonaria estructura de poder económico de su país, cuando refrescó su discurso romántico y socialistoide al ponerle conejo a Estados Unidos e Irak.

Es claro que este mundo de poderes bursátiles e ideologías guerristas no estaba hecho para el presidente español. Para las superpotencias no hay medias tintas; se está contra el terrorismo o se lo tolera; conciliar un pensamiento humanístico, romántico, con las realidades económicas y políticas globales de hoy, es una narrativa en la cual fracasó el presidente colombiano. No es posible ir en la búsqueda inmediata de un planeta sin combustibles fósiles, mientras 11 millones de colombianos están a punto de quedarse sin suministro de gas en este diciembre, y cuando la compañía otro día más próspera, Ecopetrol, se descalabra en la bolsa de Nueva York.