La historia, para bien o para mal, nos muestra que los ciclos tienden a repetirse. Los dirigentes políticos suelen caer en los mismos errores del pasado, impulsados por un deseo irrefrenable de ser percibidos como imprescindibles, lo que los lleva a usar la vieja confiable de dividir y polarizar. Nada nuevo en el horizonte. Hoy, más que nunca, vale la pena recordar que las lecciones del pasado son útiles, siempre disponibles para aquellos dispuestos a aprender de ellas.
En la Revolución Francesa del Siglo XVIII. Louis XVI, rodeado de un círculo de influencias que le decía que todo estaba bien, ignoró las crecientes tensiones y las desigualdades sociales que hirvieron hasta el punto de ebullición. Los intentos de su corte por mantener el control a través de la división social resultaron en el colapso de su monarquía. La historia no solo castigó su ceguera con la guillotina, sino que demostró que sembrar divisiones puede convertirse en un bumerán de consecuencias inimaginables.
Sobar el saco y echar la mugre por debajo del tapete es propio de círculos de poder que se amarran a creencias rancias, de esos que sueñan y añoran tiempos en que había representantes de Dios en la tierra con licencia para transportarse usando la levitación. Y ni los humanos levitamos, ni Dios delega notarios. Por eso cada gobierno arrogante y con ínfulas cortesanas, termina dejando caer sobre sí una guillotina que permite la llegada de aquellos que son su frentera oposición.
El auge de líderes populistas en el Siglo XXI llegó con promesas que van desde la grandeza nacional, hasta discursos impregnados de ‘nosotros contra ellos’; la retórica de división busca constantemente la manera de afianzarse en el poder creando enemigos internos y externos. Sin embargo, el resultado es a menudo el mismo: un ciclo de polarización que termina por debilitar la cohesión social y, en muchos casos, desestabilizar naciones.
Y, sin embargo, es inevitable notar que el problema subyacente permanece inalterado: el ego. Este componente humano, cuando se desborda, transforma el liderazgo en una búsqueda desmedida por el poder personal, ignorando que un líder verdadero construye caminos de unión. La historia está llena de advertencias de que la división como herramienta política es una estrategia a corto plazo que no lleva a soluciones duraderas.
La conclusión es contundente: dejarnos llevar por líderes que alaban la división es caer en una trampa antigua. El pasado murmura sus lecciones a aquellos que saben escuchar: en cada ciclo, el verdadero progreso surge cuando elegimos la unidad sobre la discordia, y la sensatez sobre el ego. Por mucho que algunos intenten redefinir el futuro repitiendo los errores del pasado, las ruedas de la historia nos enseñan que la armonía siempre encontrará la manera de prevalecer, incluso si aquellos en el poder no la fomentan activamente.
Acá en Colombia estamos a tan solo un par de años para nuevamente ir a las urnas y que llegue la subienda de la lechona. Veremos proliferar influenciadores y personajes famosos por cosas diferentes a dirigir o gerenciar. Y allí, cuando la política se convierta nuevamente en una arena de egocentrismos, recordemos que unir no solo es más sabio, sino también necesario. Tal vez la experiencia y la capacidad para dirigir valen mucho y la subvaloramos por no verse aesthetic.
De cualquier otro modo, nos arriesgamos a seguir repitiendo errores y las inevitables risas históricas ante la farsa que dejan tras de sí. Sin distingo de raza, religión, sexo o inclinación futbolística. Es que el engaño sí que sabe de inclusión.