Pensaba hace algunas noches, mientras giraba lentamente en la rueda del insomnio, en una pregunta que me hizo un viejo amigo: ¿Qué es lo peor que te ha pasado en la vida?
La repasaba una y otra vez porque la verdad, en ese momento, no supe darle una respuesta precisa. Y no propiamente porque en este baile de la existencia me haya tocado la idílica melodía que Edith Piaf popularizó con el título de ‘La vie en rose’. Por el contrario, como bien dice un tango que Rolando Laserie convirtió en bolero, en muchas esquinas del camino “la esperanza fue mi amante y el desengaño mi amigo”.
Pero, hechas todas las sumas y restas, la cuenta final es que no hay algo que yo pueda calificar como “lo peor que me ha pasado”. La Maestra Vida, como sostiene el filósofo callejero Rubén Blades, “te da y te quita, te quita y te da”. Y a estas alturas del partido, cuando ya entendí el valor de renunciar a tantas cosas a las que antes me aferraba, incluido el dolor, lo cierto es que nadie me quita lo bailao.
Y hoy traigo esta pequeña historia personal a cuento porque, después de leer muchos comentarios que se hacen por estos días en las redes sociales sobre la situación de la ciudad, me dio por hacerme la misma pregunta, pero a escala colectiva: ¿Qué es lo peor que nos ha pasado a los caleños? La que sigue es mi respuesta, pero yo lo invito a que usted busque la suya:
El peor daño que nos hicieron a los caleños no fue que los corruptos casi acabaran con empresas que fueron exitosas y brillantes, como Emcali, Corfecali y Emsirva. Tampoco lo fue que, por diferentes razones, algunas multinacionales como Michelin, Kraft o Bayer un día levantaran las plantas de producción que habían construido hacía muchos años aquí.
Aún con el enorme daño que nos hizo, la locura del dinero fácil de los narcos del Cartel de Cali no logró acabarnos. Y aunque muchos sigan diciendo lo contrario, el estallido violento del 2021 no es lo peor que nos ha pasado. Como tampoco lo fue, en su momento, la pavorosa explosión del 7 de agosto de 1956 que relatan los mayores. Después de todo eso siempre entendimos que “caminando se cura la herida”. Y fuimos capaces de levantarnos y seguir adelante.
Lo peor que nos ha pasado es dejar de querernos. A los demás, a esta ciudad que tantas cosas buenas nos regala, pero sobre todo, a nosotros mismos. El mayor daño que nos hemos hecho ha sido perder la autoestima: mirarnos en el espejo y vernos feos, no perdonarnos, decidir que no podemos ser mejores en cada cosa que hacemos, dejar de creer en la grandeza que tuvimos, elegir las palabras que destruyen y no las que construyen, quejarnos mucho y hacer muy poco.
Hoy en Cali, como siempre, se respira mucha alegría. Pero hoy en Cali, como nunca, se transpira mucho resentimiento. Es realmente eso lo que hay detrás de la ira que tantos caleños desbordan en las redes sociales cuando la autoridad intenta sacarnos del caos en el que hemos vivido por largo tiempo. O cuando alguien intenta comunicar algo positivo de la ciudad. O cuando viene un foráneo a ayudarnos a solucionar un problema.
Vivimos una ‘pandemia’ de pérdida voluntaria de conciencia. Eso es lo peor que nos pasa ahora mismo. Muchos aquí han elegido creer que recuperar la ciudad es tarea solo del gobierno de turno y no de cada ciudadano. Y exigen que se haga sin que les cueste ni les duela. Es hora de asumir la responsabilidad que nos cabe y empezar a aportar. Se lo debemos a Cali, donde quiera que esté.