Los bienes del narcotráfico tienen la impronta de la desgracia. Es motivo de desventura vivir al lado del narcotraficante, quien en cada acción deja su huella del mal ejemplo en el enriquecimiento rápido a toda costa, la ostentación, los modales de nuevo rico, la música todo volumen y la incertidumbre en el entorno sobre las consecuencias de su violento proceder, ya sea sobre sus socios, escoltas o sobre la autoridad misma.
Se pensaría que cuando los bienes del narcotraficante son decomisados, el Estado en su rol de tenedor del bien será mejor vecino. Nada de eso. En los condominios o edificios, donde la SAE es la entidad administradora de esos bienes, hay mora en la cuota de administración, en el pago de servicios públicos; no hay mantenimiento adecuado, la maleza los invade y se convierten en foco de bandidos o de consumidores de droga; en fuente de desvalorización del barrio y eso que no nos detendremos en el mal uso que muchos depositarios dan a estos activos convirtiéndolos en sus clubes privados.
Para colmo de males, los procesos de extinción de dominio son eternos, y en efecto, la ruina del predio con todas sus consecuencias. ¿Estrategia del narcotráfico para no perder los bienes? ¿Triquiñuelas de los depositarios para mantener sus clubes privados o sus ingresos por esa condición? ¿Solidez jurídica del propietario delincuente quien, desde la adquisición del bien, lo puso en cabeza de personas no judicializadas para que la extinción de dominio se hiciera compleja? Todo puede ser, lo que reafirma la complejidad del vecino.
Pero ahora entremos a la tercera etapa del infortunio de esos bienes: cumplen papel de salvamento político al ser entregados a terceros. Sin duda se han dado decisiones afortunadas de regresar grandes extensiones de esos inmuebles rurales a familias campesinas que fueron víctimas del desplazamiento forzado. Es la oportunidad para que cientos de campesinos vuelvan a sus raíces, donde se criaron, al reencuentro con viejos vecinos y amigos. Pero hay otros casos, donde pareciera que se quisiera cumplir con una responsabilidad política, sin importar la consecuencia para el desplazado o para la zona que los recibiría. ¿O será que la estrategia es implantar focos de inconformidad a lo largo de la geografía nacional? Un ejemplo preocupante es lo que se viene mencionando esta semana en Calima, Darién, donde se dice que se están trasladando 70 familias indígenas a una casa campestre decomisada, aparentemente a un colaborador de los carteles.
¿Será razonable trasladar familias indígenas del cálido Chocó al frío Calima? ¿Será una zona para su subsistencia? ¿Qué afinidades hay entre el Chocó y la zona rural de Calima-Darién para hacer ese case? Sin duda, el norte del Valle es de raigambre socioeconómica paisa por las afinidades geográficas y culturales entre las dos regiones. Otro caso parecido conocí en San Félix y Marulanda, en Caldas, zona rica en papa, que acogió a campesinos boyacenses, expertos en ese cultivo en tierras similares en su departamento. Hoy son poderosos cultivadores caldenses con raíces en el altiplano.
En Calima sucederá lo contrario. Llegará el temor a la región por los antecedentes indígenas en el norte del Cauca. Con el temor vendrá la incertidumbre en muchos proyectos ecoturísticos. Nadie ganará con tan garrafal equivocación. Como en tantos campos, vamos a retroceder. A mí no me queda claro que si el gobierno quiere apostarle al turismo como sustituto de la explotación de hidrocarburos, ponga en riesgo una de las regiones con mayor potencial turístico del país, la de los vientos, los 365 días del año, cerca a la vía al mar y al destino religioso más importante del país: Buga. ¿Serán el Gobierno y la SAE consientes de semejante equivocación?