Mona es una niña parisina de diez años que puede quedarse ciega. Henry Vuillemin, su abuelo, que la adora, decide llevarla cada miércoles a ver una obra de arte a tres museos: el Louvre, el Quai d’Orsay y el George Pompidou, durante 52 semanas, a cambio de una visita a un psiquiatra infantil.
Cree el abuelo que si su nieta va a quedarse ciega debe guardar en la memoria los colores y las figuras de grandes obras de arte, que son el resumen de la belleza del mundo; pero también, que conocer y entender esas creaciones va a ser para la niña una lección de vida que en cada obra ofrece la intimidad de su creador.
‘Los ojos de Mona’, libro editado en 2024 por Penguin House, escrito por Thomas Schlesser, historiador francés de arte de 46 años, ha sido un éxito en 28 países. Su encanto consiste en popularizar para el lector corriente las diferentes técnicas de creación pictórica y escultórica utilizadas por artistas de todos los tiempos y sus historias, explicadas de modo que una niña de diez años las pueda comprender; y sobre todo, qué quiso decir el artista: en el fondo una adivinanza mágica. Para darle un contexto novelístico, las visitas se entrelazan con la vida cotidiana de Mona, su familia, su escuela, sus primeras ilusiones y decepciones.
El recorrido comienza en el Louvre. Primero obras de finales del siglo XV y comienzos del XVI, el Renacimiento: Venus y las tres Gracias, de Botticelli, que nos enseña que para recibir con alegría hay que saber dar con alegría. La Gioconda, de Leonardo da Vinci, que es la manera de sonreírle a la vida; devolverle a la Mona Lisa su sonrisa.
La Bella Jardinera, de Rafael, que es la creación de un mundo perfecto congelado en el tiempo, con cierto desapego. El Concierto Campestre, que siempre se pensó que era de Giorgione y ahora se atribuye a Tiziano, joven discípulo de su taller, que es la fantasía creada por la imaginación poética. El Esclavo Moribundo, de Miguel Ángel, que es la figura humana que surge del mármol en un esfuerzo descomunal para liberarse de la piedra; la libertad del espíritu sobre la materia.
Ya en el siglo XVII, que es el Barroco: La Gitana, de Frans Hals, una mujer del pueblo que se ríe en la cara del espectador, orgullosa de su origen; un desafío a los poderosos. Autorretrato frente al Caballete, de Rembrandt, el pintor de las penumbras en el acto de pintar; la manifestación de que es el pintor, no el modelo lo que importa.
El Astrónomo, de Johannes Vermeer, con sus pequeños interiores donde cabe el mundo; cómo lo infinitamente pequeño puede ser infinitamente grande. Los Pastores de Arcadia, de Nicolás Poussin, que es la pintura como ideal; el paraíso perdido. Exvoto, de Philippe de Champaigne, dos monjas que rezan por un milagro, como Mona.
En el Siglo XVIII, Pierrot, de Antoine Watteau, el payaso triste cuya comedia debe continuar en medio de la fiesta. El Moro visto desde el Bacino, de Antonio Canaletto, que copia el paisaje urbano de Venecia, casi imposible de mejorar con el pincel.
El Juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David, que sepulta al Barroco con su clasicismo geométrico frío y ejemplarizante. Y entrado el Siglo XIX Cabeza de Cordero y Costillas de Francisco de Goya, el demonio sangrante de la guerra; trágico. Y Paisaje con río y bahía, de William Turner, que prefigura el impresionismo; sereno. Lo que sigue hay que ir a verlo otro día al Quai d’Orsay.