Hace unos días en un viaje de trabajo a Bogotá, el cliente por practicidad escogió para mí un hotel cercano a sus oficinas. Muy básico el hotel, lo cual no fue inconveniente, hasta que llegó el desayuno y allí empezó a arriesgarse su calificación. Frutas escasas y pálidas; los jugos eran agua con ligero sabor a papaya o naranja; no tenían jamón ni tocineta, sino mortadelas, las cuales detesto. Los panes eran de tienda de barrio. Todo tenía la tristeza de la lluvia bogotana que me esperaba en la calle, hasta que se me ocurrió pedir que me prepararan unos huevos fritos. Con la llegada de estos, acompañados de una arepita, el sol volvió a salir.
Qué poder transformador el del huevo, pensé. Recordé entonces un almuerzo donde un amigo muy querido quien, al retirarse del Congreso de la República y de sus lides políticas, decidió montar un restaurante cerca a Buga. Yo promovía las idas hasta allá los fines de semana, más como solidaridad con mi amigo, que por su calidad gastronómica. El tema muchas veces terminaba en conflicto familiar en mi carro, pero yo quería apoyar a mi amigo abogado, convertido en chef en el ocaso de su vida. Alguna vez, en otra mesa, estaba un viejo conocido de Tuluá, un poco brocha él. Me preguntó: “¿Qué pediste?”. Le contesté: “Un baby beef”. El avispado me repuso: “Creo que la embarraste. Valecito, acéptame un consejo: cuando vayas a un restaurante y quieras carne, pídela a la criolla y a caballo. Así, si te sale regular o escasona la carne, entre el hogao y los huevos fritos, ¡salvás el pedido!”. Me pareció muy divertido el consejo y lo cierto es que más de una vez, el trío arroz, hogao y huevo han salvado la salida a comer.
Desde siempre, el huevo para mí es icónico. Desde los huevos estrellados en ‘Casa Lucio’, en Madrid, que con chistorra los preparan muy bien en Cali en ‘Casa Ibérica’; las arepas de huevo de Luruaco en el Atlántico; los huevos rancheros de los mexicanos, con tortilla, frijoles refritos, salsa casera de tomate y cilantro, hasta los más sencillos huevos fritos, con yema cremosa y enaguas doradas alrededor de la clara. Todos son maravillosos. No tienen que ser los Benedictinos europeos con muffin, tocino, huevos escalfados y salsa holandesa; reemplazando el bacon por salmón (así se llaman Royals) o por espinacas (florentinos), el huevo ha ocupado lugar especial en las loncheras infantiles, en los paseos de adolescentes, en el fiambre vallecaucano, al punto que cae muy bien hasta como postre y si no, recordemos los merengues, la crema catalana o una Crème Brûlée. Hasta en un trago, como un pisco sour, se luce el huevo.
Ayer, sábado, como entrada al día del padre, mi hijo me preparó un regalo espectacular.
Cuando ya no usamos corbatas Hermès, ni vestidos hechos a la medida y cuando después de la pandemia queremos gozar más el presente, los abrazos y la sencillez, el regalo fue un calentado de lentejas, con arroz, tocineta, jamón salteado, aceite de oliva, hierbas, y encima, como reyes en un trono, dos espectaculares huevos fritos adornados con hojitas de perejil. Puesto sobre la mesa con amor, imposible mejor regalo.
El huevo es un mensaje de la trascendencia de lo básico. De la versatilidad de la creación humana al aprovecharlo de mil deliciosas maneras. Del alimento que llega con generosidad de proteínas a todos los estratos sociales. El huevo, en todas las formas, no tiene horario ni calendario. Cae bien en el desayuno, a medio día o incluso simplemente hervido en la noche. De allí en adelante queda en la imaginación de las esposas, novias y amantes cómo enloquecer a sus hombres con el huevo de variadas maneras. Mientras piensan en cómo sorprendernos, ¡feliz día del padre!