Desde hace 23 años los clarinetes, las marimbas, las cantaoras, el rebulú y especialmente la cadencia negra, morena y mestiza se reúnen para rendir homenaje a las músicas del sur del país.

Recuerdo como si fuera ayer a Germán Patiño, obstinado con rescatar a los cultores del Pacífico y traerlos a Cali, una ciudad que con una enorme deuda histórica jamás había reconocido el poder y la valía de los hombres y mujeres que le ayudaron a edificar su historia.

Como mujer caucana, nunca antes estuve cercana de la cultura del Pacífico sur, pues allá nosotros los negros y nuestros músicos estamos muy influenciados por los indígenas.

Un sincretismo del que nacieron los violines caucanos, parientes menores de esos violines llegados del Viejo Mundo, surgidos de la resistencia al impedimento de ser tocados por los caucanos; esa música culta no era para esclavos.

Pero los negros que admiraban el sonido del instrumento, se adueñaron del saber de sus examos y como luthiers construyeron los suyos. Así apareció el violín negro que se toca destemplado, a oído, y se acompaña del chirriar de las voces de negras poderosas de mi región.

También la marimba, el piano de la selva, de origen africano, se metió en las entrañas de la selva espesa del litoral para despertar a los espíritus del bien y festejar la vida, la libertad y el rechazo al sino trágico de la pobreza y el olvido.

En otras palabras, no nos invitaron a la fiesta pero nos hicimos invitar. Y encontramos en Patiño la oportunidad de inmortalizar y reconocer nuestras músicas raizales.

Así, en 1996 nació el Festival Petronio Álvarez, el encuentro que rendía homenaje al Cuco, el músico de Buenaventura que inmortalizó la bella estrofa del bello puerto del mar mi Buenaventura. Ese escritor, compositor, músico y soñador no aparecía en los anaqueles de la historia. No figuraba como el gran cultor que fue. Por eso Patiño, de la mano de Germán Villegas, reconoció su lugar en el pasado, lo trajo al presente, y de una y otra forma, nos permitió recuperar un lugar que muchos incluso no sabíamos que existía. Nos legitimó.

El festival puso en primera línea a los criados al lado del río, con baños de mar y los olores y sabores de las cocinas de nuestras matronas, con las historias de nuestros abuelos; contra la caricatura mal contada de nuestra cultura, homenajeando nuestro dejo al hablar e incluso los demonios de olvido, pobreza y delincuencia.

Da gusto llegar a Cali, escuchar cómo desde Bogotá influenciadores, artistas, periodistas y políticos preguntan inquietos qué es lo que pasa en el Petronio. Todo el mundo lo menciona.

Lo que pasa es que todos, todos, nos reconocemos en el mestizaje musical que exalta el Petronio. No es para muchos claro cómo es posible que no se presente ni una sola riña en semejante espectáculo de miles de bailadores cargados de fiesta, fuerza y hasta furia.

Pero allí están las cifras, y las soporta el laboratorio social en que se convirtió el festival. El montaje ha sido excepcional y esperamos que siga creciendo. Pues en esos días de jolgorio nos reconocemos como la Cali variada, diversa y orgullosamente mestiza. Aplausos para la Secretaria de Cultura, Luz Adriana Betancourth, y para Armitage, por entender el potencial de la fiesta popular más diversa de Latinoamérica.