Manuel Antonio Carreño publicó un librito muy difundido en América, en 1853, tiempo en que los libros viajaban en la bodega de los barcos; fue tan popular como Maupassant, como Rubén Darío, y les disputó espacio a Vargas Vila y a Julio Flórez, el poeta de las flores negras. ‘Manual de urbanidad y buenas costumbres’, se llamaba su famoso texto, y en él daba a conocer las reglas básicas para tener un comportamiento aceptable en comunidad, en la mesa, en la calle, en un auditorio.
La Urbanidad del venezolano Carreño, quien nació en Caracas en 1812 y falleció en París en 1874, fue tan popular como el Catecismo del padre Gaspar Astete, ‘La Alegría de Leer’ del pedagogo Evangelista Quintana, quien iba hasta Buenaventura a discutir sobre el qué galicado y el pasado pluscuamperfecto con el sacerdote chocoano José Ramón Bejarano, o el Compendio de Historia Patria, de Henao y Arrubla, con sus tapas duras en verde limón y el escudo del paisito impreso al frente. Lo conservo, ya ‘desguarambilao’, pero lo conservo.
Esta introducción, para colegir que Maduro debió conocer, al menos en su educación primaria, el libro de Carreño, y entender que no se habla con la boca llena, no se apoyan los codos en la mesa, ni se interrumpe a un interlocutor cuando este tiene la palabra, y debe respetarse la voluntad popular expresada en el voto, algo que desconoce con el gesto olímpico de los rateros de vereda.
Hace mal Maduro y deja peor a Latinoamérica, a la que cree representar en nombre de Bolívar. Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios y Blanco, era un tipo fino, alguien que reconocía bien tres tenedores en la mesa, manejaba con destreza la espátula para el pescado, distinguía la copa del agua de la del vino, hablaba francés y algo de inglés y era un experto bailarín, sobre todo si se trataba de pavanas o valses austriacos. Bolívar comía cangrejos con cubiertos.
Quienes fueron testigos del ocaso de su novia en Paita, la Caballeresa del Sol, Manuelita Sáenz Aispuru, dicen que el Libertador bailaba también marineras y sabía irse por sevillanas, las que había aprendido en sus tempranos años en Madrid. Su fama corría entre dos continentes; se trataba de un sudaca “bien plantao y bien viajao”, a quien nunca, no obstante la rudeza de los usos castrenses, nadie lo vio llevarse el lino de un mantel a la boca.
Chávez y Maduro no leyeron a su compatriota Carreño, no se enteraron que reyes y reinas merecen respeto, desde que la Iglesia los ungió al declarar que su poder emana de Dios -algo que nadie ha podido controvertir hasta hoy- y que no es de un mandatario medianamente culto, andar por ahí amacizando a la reina Isabel -ella tuvo que empujar a Chávez para evitar el sofoco- o dándole palmadas en la espalda al Papa. Don Juan, el rey, mandó a callar al chafarote de Barinas cuando interrumpía un diálogo sin importarle nada. Lo aplacó con el famoso “¿Por qué no te callas?”
Más que un Bolívar redivivo, Chávez andaba emulando tos días al general Hermógenes Maza, a quien Bolívar le corría cuadras para evitar llevarlo a los saraos de la vieja Santa Fe de Bogotá. Maza, guasón e iletrado, burdo de maneras, llegó al colmo de bajarse los pantalones en una cena, y hacer ahí algo que es fácil imaginar.
Los mandatarios del mundo están hoy avisados. “¿Llegará Maduro?”, preguntan. Mejor no correr riesgos. Pero apareció en la reciente cumbre de los Brics en Kazán, donde fue ignorado a sombrerazos con la venia de su homólogo del Brasil. Maduro viaja sin escalas por temor a ser prendido por la Justicia, ya que Estados Unidos ofrece por él US$100 millones, por ser cabeza del denominado Cartel de los Soles, la mafia que mantiene hoy arrodillado al pueblo venezolano.
Con la llegada de Trump, tiemblan Maduro, Díaz Canel en Cuba y el impresentable de Ortega en Nicaragua.