Excúsenme, queridos lectores, que inicie mi opinión con palabras tan duras como las del encabezamiento de mi columna hoy. Lo hago, porque percibo en mi diario vivir, en el contacto con las personas, una angustia, un dolor, una desconfianza, que cada día va creciendo más y más, cuando no dejan de invadirnos en las redes, en los medios de comunicación, aun en los programas de entretenimiento, en la que nos presentan a los famosos convirtiendo las buenas costumbres en malas y las malas en buenas, tanto que el mismo líder de esta nación acusa de embrutecer a los colombianos, a dos famosas cadenas de televisión.
Aunque no lo acepte, lo quiera ignorar, el hombre siempre busca un refugio, alguien en quien confiar, pues se descubre desde su existencia en este mundo en relación con el otro, por tanto, humanamente necesita de alguien que lo acompañe y guíe. En el libro de Jeremías, hay una advertencia: “Maldito quien confía en el hombre” (17,5), pero para el hombre de fe, y precisamente en esta Cuaresma que estamos viviendo, es que debemos darnos la oportunidad de afianzar nuestra confianza en Dios, que a pesar de las dificultades, volvamos nuestros ojos al cielo y seamos capaces de desprender nuestros apegos, que nos esclavizan y anestesian nuestra conciencia en falsas ideologías, promesas y engaños, creyendo como lo hizo el pueblo de Dios en el desierto, que el Becerro de oro, era su dios, y termino bebiéndose su misma desgracia, cuando el enviado de Dios pulverizó el becerro y se los hizo beber en el agua que tomaban. Es el momento de recapacitar con esperanza, con la alegría que es en Dios en quien debemos confiar, y el amigo que nunca falla.
Hemos perdido la confianza en el ser humano, estamos en el mundo de lo desechable, lo pasajero, una cultura líquida, de valores de cristal, esa sociedad y cultura de los apegos, nos ha esclavizado, nos ha narcotizado: ha ignorado a Dios; crece el miedo, perdemos la confianza en el futuro, se nos pierde la alegría del vivir, hemos soltado el último sostén que nos mantenía en la vida: La Esperanza, y como sucedió con muchas estrellas del firmamento que ya han desaparecido y no nos dimos cuenta, así hemos vivido apegados a la mundanidad de tal manera que cuando la sed nos hace mirar hacia el cielo, ya no están las estrellas, así nos encontramos sin esa agua que calma la sed en nuestra vida: Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿Quién ha usurpado su lugar? ¿Por qué aceptamos una forma de vida que nos enferma? ¿Dónde está el sentido hoy? ¿Cuál es nuestro horizonte? El nuevo dios es el hombre, si apagamos la luz del sol, podríamos decir nos iluminan los pensamientos del hombre y muerto dios, el hombre se libera y puede hacer lo que quiera, y como somos criaturas falibles, nuestra naturaleza es destructiva, de tal manera que nuestra falla fundamental es moral, porque somos seres egoístas.
Quiero terminar esta reflexión con las últimas palabras del libro de Augusto Jorge Cury: ‘El Maestro de los Maestros’, cuando dice: “Aunque Cristo no hubiera hecho ningún milagro, sus gestos y sus pensamientos fueron tan elocuentes y sorprendentes que, aun así, Él habría dividido la historia… Después de que Él pasó por esa sinuosa y turbulenta existencia, la humanidad nunca más fue la misma. Si el mundo político, social, educacional hubiese vivido mínimamente lo que Cristo vivió y enseñó, nuestras miserias habrían sido extirpadas, hubiéramos sido una especie más feliz”.