Desde que nací, hace 50 años, vengo viviendo en una Colombia en conflicto. Ustedes me dirán: “No, mijo, usted no había nacido y ya en nuestro país se enfrentaban violentamente liberales y conservadores”. Dicen por ahí que incluso antes de la disputa entre Bolívar y Santander, ya había serias trifulcas.

La violencia no ha sido solo física y con armas de fuego, también ha sido verbal y calumniosamente moral. Siendo franco, debo reconocer que en muchos momentos me he parado duro y, seguramente, habré contribuido con mis posiciones y mensajes a la polarización del país.

Aunque no tengo una encuesta para afirmar lo que voy a escribir, hoy siento que los colombianos estamos mamados de la peleadera; estamos agotados de que nos dividan y nos pongan a pelear unos contra otros; algunas veces por lo que carecemos o por lo que tenemos, otras por nuestro color de piel, por el origen étnico o por la preferencia sexual. Al final, todos somos colombianos, y si queremos quedarnos viviendo en este paraíso tenemos que entender que debemos coexistir y convivir. Tensiones existirán siempre, al igual que posibilidades de mejoras. Nos toca reconocer al otro, respetarlo y superar las grandes brechas sociales y la falta de oportunidades que nos aquejan.

Nuestras diferencias muy seguramente no están en los qué. ¿Quién no quiere vivir en paz? ¿Quién no quiere que se acabe la pobreza? No creo que exista individuo alguno que no quiera que se mejore la calidad y la cobertura de la educación, que se pueda acceder a una vivienda y a tener ingresos dignos, ¡que se mejore el sistema de salud! La dificultad no está en qué es lo que queremos, sino en el cómo lo alcanzamos.

Así expresado suena simple y hasta fácil, premisa que ha sido derrotada por la dura realidad de los hechos, pues hasta ahora no lo hemos logrado. Sin embargo, las herramientas para hacerlo siguen disponibles: el diálogo, la mesura, la búsqueda de consenso o, por lo menos, de acuerdos mínimos. El vehículo, aun con sus dificultades, también sigue vigente: la democracia y sus instituciones.

Seguir promoviendo desde cualquier orilla la camorra, en el largo plazo no beneficiará a nadie. Ni al presidente, que viene perdiendo favorabilidad social. El país está desgastado, pero además súmele la ansiedad y el vértigo que está generando la incertidumbre de lo que nos pueda pasar. Estamos en una situación frenética, que de ser Colombia un ser humano, fácilmente le podría dar un ataque cardiaco fulminante.

Lo cierto es que después de escuchar la alocución presidencial del primero de mayo, uno queda más preocupado. Su discurso parece seguir buscando que nos enfrentemos los unos con los otros, en vez de encontrar, con mesura y diálogo, lo que nos une y no lo que nos divide.

La pelea no parece ser por el bien del país, sino por quién gana. El Presidente, cuando fue elegido, lo logró no solo con sus bases, sino con muchos otros colombianos que buscaban un cambio, pero que no necesariamente compartían su ideología. Gobernar y dialogar solamente con sus bases es un error. Acordémonos, además, que la otra Colombia, la que no voto por él, fue un poquito menos de la mitad del país.

El Presidente debe gobernar para todos los colombianos; por eso, yo lo invito humildemente desde esta columna a que busquemos un acuerdo político nacional en los cómo y que no deje de dialogar con aquellos que pensamos diferente.