Israel acaba de darle al mundo un ejemplo de una democracia activa, participativa y vigorosa. Tras doce semanas de protestas masivas en las que salieron a la calle unos 500-600 mil manifestantes cada semana, sin que hubiera un solo muerto, ni se hubiera destruido propiedad, el gobierno de Netanyahu finalmente cedió y ‘aplazó’ su propuesta de reforma judicial que buscaba transformar el balance entre los poderes Ejecutivo y Judicial. Acostumbrados a que haya víctimas, pocas o muchas, hasta verdaderas masacres y destrucción por doquier en manifestaciones populares, lo de Israel es admirable.
Tras las multitudinarias protestas que incluyeron sectores poco dados a este tipo de manifestaciones públicas como altos oficiales del Ejército, pilotos de la Fuerza Aérea, soldados de la reserva, empresas de alta tecnología y universidades, entre otro, el gobierno estaba contra la pared. El mismo presidente del país, Isaac Herzog, solicitó “aplazar” la propuesta de reforma. Tras la destitución por parte de Netanyahu de su ministro de Defensa por adherir al “aplazamiento”, se rebosó la copa y el mayor sindicato del país llamó a una huelga general. Netanyahu no tuvo más remedio que capitular. Triunfo por knock-out de la calle sobre un gobierno democráticamente elegido.
Israel es un régimen parlamentario de una sola Cámara, elegido en sufragio popular, con múltiples partidos. El Parlamento elige el Ejecutivo tras la formación de coaliciones mayoritarias lo que requiere intensas negociaciones sobre política y puestos. El poder Judicial consta de una sola corte de quince jueces, elegidos por una comisión especial, uno de los puntos álgidos de la reforma propuesta que buscaba dejar en manos del Ejecutivo dichos nombramientos.
Lo que sigue, es quizás, lo que se debió hacer desde un comienzo dada la sensibilidad de un tema tan relevante como una reforma judicial. Una negociación entre gobierno y oposición, con participación de sociedad civil para diseñar una propuesta de reforma que tenga consenso y aceptación.
Lo acontecido no debe sorprender pues Israel, desde su creación, tiene un historial de protestas populares que han influido en las decisiones de los gobiernos. Las primeras estallaron cuando el entonces primer ministro David Ben Gurión firmó en 1952 el acuerdo de pago de reparaciones con la República Federal Alemana. Miles salieron a las calles a denunciar el acuerdo, exhibiendo varios manifestantes en su antebrazo, el número tatuado de los campos de exterminio nazis.
La mayoría de las manifestaciones en Israel han estado relacionadas con el conflicto árabe-israelí. Tras la histórica visita del presidente egipcio Anwar Sadat a Israel nació el movimiento ‘Paz-Ahora’ que movilizó multitudes a presionar al gobierno de Menájem Begin a “no perder la oportunidad de la paz”, acuerdo finalmente firmado en 1978 y por el que la calle puede “sacar pecho”.
Durante los años del proceso de paz de Oslo entre Israel y los palestinos fueron comunes las manifestaciones a favor y en contra. Sin embargo, la segunda intifada palestina, 2000-2004, caracterizada por un ola de terror suicida que segó la vida de centenares de civiles israelíes, le quitó oxígeno al movimiento israelí por la paz con los palestinos.
La siguiente ola de protestas coincidió con las que ocurrieron en varios países de Occidente motivadas por la crisis económica del 2008. En Israel las protestas durante el año 2011 movilizaron a más de medio millón de personas hasta que finalmente el gobierno de Netanyahu de entonces adoptó las exigencias socioeconómicas de la calle.
Una verdadera democracia provee escenarios alternativos para que la población se manifieste en temas de coyuntura, y ninguno más apropiado, y riesgoso, que la calle.
Israel democracia recargada, flexionó sus músculos y ganó.