Hace más de una década cuando Luis Alfonso Hoyos -a quien en buena hora la Justicia acaba de declarar inocente en el caso de hacker- se desempeñaba como director de la Agencia Presidencial para la Acción Social en el gobierno de Álvaro Uribe, le escuché decir en una reunión que el programa de subsidios de Familias en Acción, iba a significar una verdadera revolución educativa en Colombia. En ese momento no calculé el significado de sus palabras y pensé que se trataba del entusiasmo de un funcionario que defendía una apuesta que, como el gran gerente social que ha sido, se había propuesto dimensionar.
La convicción de Hoyos iba tan lejos que en el 2007, comenzando el segundo periodo presidencial de Uribe, logró escalar el programa hasta transformarlo en el componente principal de la estrategia de superación de la pobreza. Aunque el arranque se dio en el gobierno de Andrés Pastrana con el Conpes 3081 de junio de 2000 cuando se aprobó como un programa de subsidios para nutrición y educación dirigidos a familias en extrema pobreza, desplazadas, con una única condición: asistir al colegio veredal o municipal más cercano. Pueden hacerlo desde los 4 años y hasta los 18, y deben presentarse al menos a un mínimo del 80 % de clases y no pueden perder más de dos años escolares.
Las colas de las mamás en las oficinas del Departamento de Prosperidad Social en municipios y ciudades durante las fechas de entrega de los subsidios revelan el interés y la paciencia de ellas, obsesionadas en que sus hijos e hijas no repitan sus fatalidades. Cada alumno recibe bimensualmente $70.000 que se entregan contra la presentación de la constancia de asistencia que emite la institución educativa.
El programa se ha logrado extender a 2,5 millones de niños y el presupuesto está garantizado gracias al empujón que le dio el senador Juan Lozano cuando logró que el Congreso del 2012 lo convirtiera en ley. Ningún otro programa social en el país ha tenido tanto continuidad, casi veinte años a lo largo de cinco cuatrenios y los resultados, sin duda, saltan a la vista.
Empieza a surgir desde rincones perdidos y miserables del país una nueva generación de jóvenes nacidos en la pobreza pero quienes gracias a la educación su talante frente a la vida es distinto. Tienen dignidad. Miran a los ojos, sin timideces ni arrinconamientos y entre las niñas afros brota estética nueva con la que los rastros de humillación ancestral van quedando en el pasado. Muchas vieron a sus mamás repetir la cadena del servicio doméstico o encerradas en los fogones de las casas; un destino que sus hijas ya no repetirán.
Este gran cambio, una educación que nivela, no se percibe tanto en las grandes urbes como en las poblaciones de las zonas rurales. Lo viví hace un par de semanas en un taller en el Caquetá en medio de jóvenes, muchos beneficiarios durante años de Familias en Accion. Allí estaba Yenny de trece años, quien ha crecido en una barriada miserable de Florencia y camina 40 minutos después de atravesar en canoa el río Hacha para llegar a la escuela; tocaba el ‘Canto a la Alegría’ de Beethoven en un pequeño teclado. Su mamá Mercedes, a duras penas hila palabras y escribe una que otra letra; arrastra un duro sufrimiento plagado de carencias. Pero ya Yenny es otra cosa: va a ser música.
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